Llegamos ante mi puerta hablando sobre el nuevo cliente. Mi compañero opina que es un cretino y que no tiene ni idea. Asiento por no discutir, me duele la cabeza de tanta negociación durante horas y horas. Necesito tumbarme un rato a descansar.
Me vuelvo para despedirme de él y me sorprende encontrarlo tan cerca. Está pegado a mi espalda mirándome desde arriba. Fuerzo una sonrisa de cortesía e introduzco con prisas la llave en la cerradura. Deseo entrar en mi habitación cuanto antes y recuperar mi espacio.
—Voy a tardar un poco, así que tendrás que buscarte algo que hacer hasta la hora de la cena —le sugiero.
Añado otra sonrisa para evitar parecer grosera.
Ante mi perplejidad, se cuela por el hueco que ha dejado mi puerta. La de mi habitación de hotel. La suya está al final del pasillo y allí es a donde debería estar dirigiéndose ahora mismo.
Le sigo al interior cuidando de dejar la puerta entornada. Le veo desabrocharse la camisa. Se la quita. ¿Se trata de una broma?
Llevamos tiempo trabajando juntos y nunca ha intentando nada conmigo. Me ha contado chistes machistas y me ha soltado alguna grosería que han coreado con risas otros compañeros, sí, pero nunca podría imaginar de él algo como esto.
—¿Qué… qué estás haciendo? —Le pregunto, aunque tengo claro que se está desabrochando los pantalones. Me refiero a por qué se los está quitando.
Su cara es pura ilusión, la alegría de un niño a punto de recibir un caramelo. Se ensombrece al escucharme.
—¿No has dicho que vamos a hacer tiempo? —Me responde y termina la frase poniendo morritos, encogiendo los brazos al lado del cuerpo y haciendo contoneos con los hombros y la cintura. Creo que intenta bailar en plan sexi, pero yo solo veo a un tipo engreído haciendo el ridículo.
—No he dicho eso. Voy a ducharme y cambiarme de ropa para cenar. Después de todo el día de taxis y reuniones necesito refrescarme un poco.
—Está bien. Dúchate. Yo te espero aquí… —vuelve a hacer el bailecito bobo y su cara a iluminarse con la emoción. Alza las cejas varias veces—. O puedo ducharme contigo.
Pone las manos en la cintura de su pantalón desabrochado y comienza a deslizarlo piernas abajo. La situación se está poniendo fea… Alzo los brazos para detenerlo en un gesto inútil. Como no lo logro, le grito.
—¡Para! No te vas a quedar aquí ni te vas a duchar conmigo. ¿Qué tontería es esa? Vístete y sal de mi habitación,… Por favor. –De nuevo intento ser educada y me arrepiento de inmediato. No es momento de ser educada ni de dudar. Es momento de ser firme y muy clara.
Pero su rostro se endurece. Aprieta las mandíbulas y cierra los puños. Se saca una zapatilla ayudándose con el otro pie sin necesidad de agacharse.
—Venga, déjate de rollos. Llevas varios días dándome señales y ahora te haces la estrecha.
Se quita la zapatilla que le quedaba puesta.
—¿Señales? ¿Qué señales?
Estoy alucinada.
—Pues ya sabes, lo que hacéis las tías cuando queréis lío. Sonreírme, tocarte el pelo, vestir ceñida. Esas cosas… Mira cómo me has puesto.
Se echa mano al bulto de su calzoncillos mientras se acerca a mí. Viene a por mí. Acorta distancias y está demasiado en forma para poder ser controlado por la fuerza. Mis alarmas comienzan a emitir luces.
Retrocedo y choco contra la puerta al pasillo cerrándola con mi presión. ¡Mierda! Si me vuelvo para intentar abrirla estaré a su merced.
“Nunca escapes dando la espalda. Siempre hacia adelante, para que sea tu enemigo el que se tenga que girar para correr tras de ti”.
En las clases de defensa personal es fácil. Una situación real no lo es. Tu corazón se desboca, la boca se te seca, la adrenalina se libera y todo tu cuerpo se pone en tensión. Hay que aflojar esa tensión, relajarse. Pensar. Lo primero es evitar el riesgo y ya no estoy a tiempo de eso. Lo segundo es intentar resolver la situación por las buenas.
—No quiero nada contigo —le digo procurando serenar mi voz temblorosa. Mostrar debilidad es un error en una situación así. “¿A quién caza el león? A la gacela más débil”—. Si te ha dado esa impresión lo lamento mucho, no era mi intención.
Tiene ojos de depredador, mis palabras no le desalientan.
—Vamos, no digas tonterías. Este viaje a gastos pagados por la empresa es una señal para lo nuestro. Tú déjate hacer, lo pasaremos bien, ya verás.
Dios, qué asco. No voy a permitir que ocurra.
—No. Yo no lo pasaré bien. No quiero hacerlo. Si me obligas me sentiré sucia y asqueada el resto de mi vida.
—No seas tonta, te va a gustar, te lo aseguro. Todas se quedan contentas conmigo.
Está ante mí. Huelo su perfume caro y el humo del cigarrillo que se ha fumado antes de subir. Me dan ganas de empujarle para alejarlo, pero temo encender su ira. Me contengo e insisto. Debe comprender que está confundido, es imposible que no se ponga en mi lugar, que no lo vea. Recalco bien las palabras.
—Yo no quiero. No quiero nada contigo. No quiero.
—Eso dices ahora, pero luego os gusta. Lo sé bien. Siempre os cuesta empezar, sois unas estrechas…
Sonríe como una bestia, peor que un animal salvaje. Los animales salvajes no hacen eso, no fuerzan a sus hembras, no lo hacen. Se me revuelve el estómago de pensarlo, me duele la piel de notarlo tan cerca. No puedo permitir que se aproxime más. Cuando veo que alza su mano hacia mi pecho le sorprendo agachándome y escabulléndome por su derecha. Salto por encima de la cama para llegar al cuarto de baño.
—¡¿Qué coño estás haciendo?! —Me grita cabreado y mi corazón bombea aún más fuerte.
Me sigue, pero no llega a tiempo. Le cierro la puerta en las narices y echo el pestillo. Mi cuerpo tiembla violentamente. Me quedo contra la puerta como si con eso hiciera más fuerza, como si así le fuese más difícil entrar. Él golpea y empuja sin éxito. De momento.
—¡Lárgate de aquí y no diré nada! —Le chillo con el desespero en la voz.
—¿Qué no dirás nada, puta? Soy yo el que le va a contar a todo el mundo lo calientapollas que eres, ¡zorra! —Sus palabras son un susurro rabioso que me hiela la sangre.
No sé cómo salir de esta, empiezo lloriquear a pesar de querer controlarme. Es que es alucinante. Es como si este tío viniese de otro planeta, de otra galaxia. No entiende nada de nada. ¿Cómo es posible que no lo entienda? ¿Que no sepa qué es realmente lo que está haciendo?
—¡Quieres violarme! —Le grito a través de la madera.
—¡No digas estupideces! ¡Abre la puerta! —Forcejea con el pomo sin control.
—¡Si me obligas a tener sexo contigo es una violación! ¡Una violación! ¿Me oyes?
El pomo de la puerta se queda quieto. Respiro hondo, trato de recuperar la calma y, de pronto, tengo una idea. Ni siquiera me he quitado la chaqueta, todavía llevo el bolso en el hombro, y en el bolso está el móvil.
Lo saco, el resto de cosas caen al suelo porque las manos me tiemblan. Me cuesta desbloquearlo pero lo logro. Marco el servicio de emergencias, el 112. Escucho un golpe fortísimo, la puerta tiembla y todo mi cuerpo también. Supongo que ha sido un puñetazo. Subo el volumen del teléfono y atienden mi llamada en ese momento.
—Emergencias al habla, dígame qué le ocurre.
Elevó la voz para que me escuche desde fuera, para que sepa que no estoy sola, que su tentativa de agresión se ha acabado.
—¡Estoy encerrada en la habitación número…. del hotel….! ¡Hay un hombre en mi habitación que quiere violarme! ¡Quiere violarme!
La puerta recibe un último golpe de despedida que hace saltar mis lágrimas. Me deslizo hasta el suelo y me quedo ahí, notando el frío de las baldosas en las piernas, dando toda la información que me piden los de emergencias, intentando serenarme, esperando a que alguien venga a por mí, decidiendo cuáles van a ser mis siguientes pasos.
Imaginando cómo lo voy a contar para que me crean, para que le controlen, para que ninguna de mis compañeras tenga que pasar por lo mismo, para que me protejan de él durante toda mi vida —toda mi vida—, y, ya de paso, a ser posible, para no perder mi trabajo porque yo no tengo la culpa de nada. Yo solo soy una víctima más. Una estadística. Una cada ocho horas.
Copyright © 2017 Teresa Guirado.
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