Se acaba la ciudad y empieza el amor. Amor con el rostro de barro, absoluto el lenguaje del ansia. Se está muriendo el ofertorio de la tarde, territorio terriblemente interior. El niño en la montura del jolgorio sale corriendo al encuentro del hombre.
Ah, el hombre que un día será capitán de profundidades y alimentará las rosas que besamos.
Ah, el hombre tiznado de la derrota y abrasado en todas las llamaradas del paso triunfal de los vencedores.
Ah, el hombre que es la luz de las recién casadas, el incendio de todos los sueños que parecían imposibles y lo eran.
Ah, el hombre pastor de todos los anti sistemas callados.
Pronto aparecerá la luna hermética.
Pero ahora es el niño quien sale al encuentro del hombre, como una hoja desprendida del árbol, como un microcosmos que acelera su condición anatómica y se planta ante el hombre cansado al que le ha nacido una raya de sonrisa bajo la cal de la obra.
-Padre ¿te ha sobrado uno?
Y al hombre le crece su condición de amante ardiente maridaje del fuego y el agua.
– Mira en la fiambrera, que ya no me acuerdo.
Al niño le quedará para siempre la instantaneidad del momento en que abre la fiambrera y exclama.
-¡Uno, te ha sobrado uno!
Qué rico está el pimiento que al padre (ya ves lo que da de sí el vértigo de padre) le ha “sobrado” de la comida y todo un día sin bostezos.
Todo lo grande es bueno y simple.
El padre y el niño van juntos de la mano en la misma nube de sueño.
A casa.
Aquella piel que no olvida, señor ministro importante: ¿por qué tiene pánico? Vuelvo a pedirle que haga hueco en su agenda de amapolas y mares. Quiero repetirle que Rodolfo Serrano es un poeta ciempiés que jamás antepone un paipai a sus nietos Manuel, Pablo, Lila, Mario, Julia, Mateo.
Que hoy que tiene los mismos años que yo se arrepiente de no haber abrazado a los viejos comunistas, laicos fraternales y dispuestos. Que si un día tuvo un fusil fue para disparar amor desde que esperaba a su padre en el camino -un niño moreno y muy delgado- para festejar con sus hermanos los restos de algún pimiento frito que su padre traía en la fiambrera al volver del trabajo.
Usted señor alcalde, tan vividor de atavíos podría leer a Rodolfo Serrano, un animal de pureza literaria que provoca la nostalgia de los murciélagos taciturnos o galantes.
Tal vez ahora le parezca un poeta otoñal ¿y qué? Hasta los monos paran su danza epiléptica al sonido de sus versos. Y hay en sus poemas un bastión de sueños, y un bastión de años, paisajes que llueven, aquellos nombres, aquellos barrios, lagartijas subiendo por la piel de las muchachas, músicas sofocadas, lujurias de noviembres, y ningún extranjero. Escrito está en los metales hermanos por quien cree que las cosas podrían volver a ser como tiernos archipiélagos seductores de tabernas, paliques y sombreros.
Rodolfo Serrano, el arrabal que aterrorizaba a usted, un ministro pamemo, es este que se ve en las colinas de lava, un hombre que se pasó la vida enamorando farolas, bares y calles. Y si la eternidad concluyese en él no pasaría nada. Largo es el sendero de su crepúsculo, lleno de niños, de incendios y de cosas.
Hay algo importante que sólo queda en los que escriben para lo contrario: que se le entiende la poesía y se le entiende la vida. Y que da mucho gusto su tiempo donde la tristeza y la belleza y los enamoramientos bélicos que quedaron atrás, ahora sonríen al mismo tiempo. ¿Le suena? Escrito está lleno de lluvia antigua.
De esa intimidad creadora donde no caben pobres metódicos nació una estirpe. Una estirpe donde él y los hijos bailan la yerba.
Rodolfo Serrano, mi voz declina hoy su nombre y en él le espero. Pero no estoy seguro de que me encuentre usted con un cuerpo mineral y de domingo: tengo la sangre cautiva desde el primer poema. Escrito quedó que el universo total no es un lugar, es un hombre.
Un hombre que sale otra vez al encuentro de su padre donde la ciudad se acaba. Y ese hombre es un niño insólito que pide el infinito.
Valentín Martín.
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