I
Cuando era pequeñito,
cantando el cara al sol en la escuela,
me dijeron que la patria
era como una madre alada ,
a la que tanto debiera estimar
que si alguien la atacase,
debía de defenderla
con un arma entre las manos
y una flor como bandera pinchada en el corazón .
Fueron pasando los años
y cambió el cancionero,
entre montañas nevadas y las banderas al viento,
me llevaron de la edad de la inocencia hasta la edad de las dudas
que llaman adolescencia,
y fue cuando me dijeron
que no debiera tener miedo a morir por ella,
pues además de madre era santa y alada
y yo me la imaginaba como una quimera
entre unicornio, caballo alado,
elefantito albino o el Espíritu Santo.
Pero otros ritos de paso
rumbo a un mundo exterior,
me llevaron a otra escuela
y cambié de fantasías
pues hasta mis manos llegó otro cancionero
que entre los buenos deseos
de que el pueblo unido
jamás fuese vencido
junto al anhelado sueño,
puño en alto hacía los cielos,
de que el hambre
de los parias de la tierra se acabase,
me marcaron un nuevo ritmo
que me metió de lleno
en la edad del conocimiento,
empezando a dejar atrás viejos perjuicios
y a dudar de las falsas apariencias,
descubriendo, con algo más que alegría ,
que mis deficiencias visuales me hicieron merecedor de ser declarado inútil total
para poder servir a la patria
como soldado del ejército de la España fascista.
No hay mal que por bien no venga,
por ello dejé de poder llegar a ser
un buen hijo para labor tan patriótica,
además de liberarme del doloroso pinchazo
que debiera haber sufrido,
como caballero cadete universitario,
por haber tenido que llevar, durante varios veranos, una flor clavada en el corazón,
y más tarde darme cuenta
que nunca la hubiese querido tanto
como para morir por ella.
II
Alas rotas de un desamor de oscuras noches,
que cambiando de cancionero,
me mutaron de patriota en un traidor,
a esa piedra pequeñita
que siempre nos jode tanto
se instale sin preguntarnos
en el fondo de unos viejos zapatos.
Y a la que algunos soñadores,
ajenos al sufrimiento,
cuidan, guardan y defienden:
por ser santa e inviolable
esa alada madre patria,
a la que hace tiempo arrojé
a un contenedor de basura del barrio,
para que la convirtiesen en una cortina
de humo junto a unos viejos zapatos.
Humo que me ayudó a poder atravesar
esa puerta tan difícil de abrir
que es la de la sabiduría,
dejando atrás muchas blancas quimeras
de unicornios, caballos alados,
elefantitos albinos y demás espíritus santos,
y de paso aproveché para comprarme unos nuevos zapatos del color de la esperanza,
sin marca y sin piedrecitas,
en un mercado cercano.
Enrique Ibáñez
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