El don del Clan de los Genoveses paladea una copa de Macallan Ruby en la penumbra del salón. Sabe que esta noche no dormirá. Se prepara para esperar al alba en el sillón Chester de piel de búfalo. Se ha quitado los zapatos de Gucci y reposa los pies en la alfombra de lana persa a juego con el color cereza del sillón.
Las volutas del Cohíba tamizan la luz nostálgica de un flexo de bronce y huyen hacia el techo buscando el artesonado de caoba. El don contempla cabizbajo el medallón central de la alfombra como un rey vencido contempla su último escaque posible en el tablero de ajedrez. De fondo suenan las notas de un tango de Carlos Gardel: “Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos…” Porca miseria, hasta el hilo musical le faltaba al respeto.
El don esperaba poco de algunos miembros del tribunal, pero de otros esperaba mucho. Todo. Con lo que debían a la famiglia: sus carreras, sus nombres, su prestigio… figlios della puttana. Cobardes. Gente sin honor. Chi perde l’onuri nun lu trova cchiù. La sentencia había caído como un tiro en la famiglia. Condenar a la mujer de Luis el Cabrón había sido una puñalada trapera. Ahora todo el clan estaba a los pies de los caballos.
El Barbas dio un sorbo de whisky. El hielo tintineó en el vaso.
El sonido de un bandoneón envolvía la penumbra de la estancia fuelleando con tino las notas de “Cambalache”. Carlos Gardel cantaba al mundo las miserias del mundo: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor…” Luis el Cabrón no era un traidor. Había guardado su palabra y su silencio y había pedido poco a cambio: la libertad de su mujer. Y ni siquiera eso pudieron darle. Habían perdido el poder, lo habían perdido todo. ¡Porca vita!
¿Quién los respetaba ya? ¿Quién los temía ya? Y lo más importante, ¿quién los representaba ya? ¿Quién era ahora el presidente del Clan de los Genoveses? Enrojeció. Se cubrió el rosto, azorado… vergogna, vergogna… Un niñato chisgarabís, un pollo pera iletrado con la inteligencia justa para no cagarse encima. ¿Y el secretario general, el de las olivas? ¡Santissima Vergine di Trapani! ¡Santa María dello Spasimo! Otro niño pitongo que si respirar no fuera un acto automático ya estaría muerto. ¿Qué respeto infundían? ¿Quién iba a someterse al clan con ellos al frente? Nadie. Todo estaba perdido.
El don guiñó el ojo izquierdo compulsivamente. Antes solo guiñaba cuando mentía, ahora guiña también cuando tiembla. Sí, Luis el Cabrón cumpliría su vendetta. Tiraría de dossieres y moriría matando. Luis el Cabrón los iba a empitonar por la ingle. Dio otro sorbo de Macallan. Se recostó en el sillón. Quizá el tribunal corneara a tiempo a algún desgraciado cuya sangre le sirviera de cortina de humo, en capilla estaban el Emérito, el Moños y el Rastas. La prensa mercenaria seguiría con el ruido, no había miedo ni dinero ya, pero seguía habiendo intereses. En cualquier caso, su suerte estaba echada.
La cabeza empezó a dolerle. Entornó los ojos, dio una calada al cohíba e intentó no pensar. Carlos Gardel concluía su tango en el hilo musical: “Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón…”
José Antonio Illanes .
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