Dijeron que era por la cal de las rocas que rodean el pueblo, luego pensaron que era el agua que bebíamos o los hongos que asoman como flores raras en el papel de las paredes cuando es temporada de lluvias. Quisieron convencernos de que lo de nuestros muertos tenían una explicación, pero ni caso les hicimos. Yo las cosas muchas veces no las entiendo, y las dejo estar. Sé que me despierto por las mañanas y no me pregunto la razón. Sé por eso mismo que la gente aquí no se va del todo, que no puedes olvidar a tu marido, a tus hijos, aunque te digan que fue un accidente, que se los llevó una fiebre silenciosa como un gato, mientras dormían. Aquí no lloramos ni nos vestimos de luto. No se reza por el alma de nadie. La eternidad dura dos años, que es el tiempo que pasa hasta que debes ir a su encuentro, esperar con la emoción de la novia en el balcón a que los sepultureros caven el mismo agujero y desentierren la caja. Volverás a verlos a todos, abrazarás sus huesos. Daréis un paseo en carro por el pueblo, para que ellos, los que regresan, sepan que todo sigue igual y les contarás los nuevos nacimientos, los pequeños arreglos de las casas, les hablarás de quienes marcharon después. Vivirás con ellos hasta que suenen las campanas de medianoche, porque aquí en Venzone la muerte se olvida de la mitad de su trabajo y se aleja sin acabar de matarnos del todo, como una vieja desmemoriada.
(Venzone, el pueblo donde los cadáveres sufren un extraño proceso de momificación natural, muy celebrado por sus habitantes vivos)
Patricia Esteban Erlés
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