Dijo que lo que más le gustaba eran los libros porque nunca cambiaban de opinión, que todo había que mirarlo como se mira a los libros. Me lo puso fácil. Empecé a leer entre las líneas de sus ojos, de su frente, de sus manos, a mirarlo como si fuera un código de barras.
También dijo que después del sueño no había nada y yo me despertaba dormida sin saber dónde ni por qué tanta miseria.
Yo era la viajera, pero pensaba en cuándo se iría, sin miedo a la soledad, al tiempo perdido o a la luz. Siempre tendré una ventana, eso pensaba. Los cercos de los vasos que ninguna cera podía reparar eran la medida del tiempo que nos íbamos bebiendo.
Decidí no defenderme ni huir porque si no prestas atención, el miedo se convierte en crueldad y lo invade todo. Nos confundimos todo el tiempo y después no quedan fuerzas. Dicen que Velazquez cambió las tierras por el blanco de plomo cuando viajó a Italia y yo pensaba en cómo serían todos los amaneceres sin el plomo de sus palabras. A veces la razón desenfoca los movimientos por eso decidí ser como una gata renacentista, atenta, sigilosa, tranquila, a la espera.
¿Terminamos? Dijo esforzándose en no dar ningún tono a su voz. Se refería al vídeo que veíamos del último viaje. Ríos verdes, árboles ocres, peces azules, cielo gris. De espaldas parezco más joven, acerté a decir mientras pensaba en aquel terminamos. Hojas secas entre las manos.
En aquel momento pensé que nada era tan importante como para marcharse, me hubiera gustado oírle decir esas palabras. Después, no sabría decir si fue mi corazón calizo que guiaba mis movimientos, o todos sus trajes hechos a medida. Nunca había contado con eso. Mi idea de futuro no pasaba por iniciales hasta en el bolsillo del pijama y sin creer en él insistía en probarme pantalones pensando en nuevos viajes, desvaríos.
Apagué la luz y revisé los grifos, luego me senté a oscuras en el sofá mientras escuchaba el cepillo de dientes y el agua de la cisterna. Me levanté, cansada, comprobé que la puerta estaba bien cerrada, recogí ropa tendida y preparé las tazas del desayuno. Me entretuve acariciando una grieta del azucarero con la certeza que el gesto inconsciente no curaba heridas. Se me caía la casa encima, se me caía el amor, se me caía el estómago a jirones, vacío. Solo Barber, Satie, y a ratos Coltrane y Baker nos apartaban del frío. A veces.
Entonces fue cuándo me dijo que partir no significaba darse por vencido y me habló de su viaje. Un viaje más allá del tiempo, del espacio y del mismo mar. Después llegó la parte más oscura, mi viaje, el viaje más largo, el más cansado. No sabía remar y como entonces estaba desnuda, no pude hacer una vela con un vestido. Confiaba solo en la lluvia, la lluvia que no se inclina ante reyes, que no reverencia a los dioses, que no atiende a razones.
Laderas, cuestas, precipicios, gentes, deseos, otros amores, otras vidas, la vida, cuando alguien me dijo que había vuelto y que caminaba con los ojos fijos en el suelo, busqué fantasma en un diccionario, pero era de tal magnitud que dejó de existir mientras lo hacía.
Pude decir sí antes de colgar el teléfono, bajar a la playa, arena, para saber, mientras me acercaba a un hombre de espaldas, arena bajo los pies, que el frío, el tiempo, la distancia y un abismo son una misma cosa, arena en los ojos, pero el caos también señala el curso del tiempo y de las cosas, enseña a no decir palabras vacías, a volar en vertical, a enfocar lo desenfocado, sin desorden, sin confusión.
Tengo muchos deseos, tengo edad para tener deseos, pero no tengo deseos de verte. Eso dije antes de colgar el teléfono.
Marisa Pradera
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