Todos los días me cruzo con ella. Suelo bajar a comprar fruta y tomar un café a la misma hora en que ella termina de trabajar. Sale siempre de una de las bocacalles que dan a San Blas, seguramente de uno de los clubs que están abiertos aún a mediodía. Es rubia, suele llevar un vestido de punto azul eléctrico y medias con liga. Las ligas asoman por el borde de la falda. Tiene el mismo aire cansado que cualquiera que vuelve de un trabajo sin cambiarse el uniforme. Me recuerda el tiempo en que yo salía de currar tan agotada del bingo, con la blusa y la falda que apestaban a humo y al odioso ambientador que lo impregnaba todo. Camina despacio hacia alguna parte, como alguien que solo tiene ganas de dejarse caer en la cama, hasta que en un momento dado se sube la falda y se palmea el culo blanquísimo, una, dos veces, sin detenerse. Luego se la vuelve a bajar, como si nada. No sé si es un gesto de burla desafiante hacia quien va detrás de ella, como yo, un «chúpate esa, por mirarme» dirigido a las señoras recién duchadas que salen de casa en ese momento y se fijan en su llamativo vestido, en los taconazos. Quizás solo es una cachete de «lo hemos logrado, compañero, contra todo pronóstico ya estamos fuera, un día más».
Patricia Esteban Erlés
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