Sí, al rutilante despliegue de estímulos sensoriales que usa Nolan para hacernos comprender que algunas mentes humanas son galaxias lejanas, paralelas, en cierta manera incompatibles, con todas las demás. La soledad del genio nace desde la percepción misma de sí mismo, del entorno, de los otros, de la materia. Ver de forma distinta es quizás un don, o una condena.
No, a que esa peculiar elección se vaya diluyendo a lo largo de la película. Dejamos de entender a Oppenheimer como héroe solitario, remoto, audaz, excéntrico y entregado al conocimiento cuando la narrativa se centra en el, a mi juicio excesivamente largo y a veces reiterativo, linchamiento del precursor de la bomba atómica. Pierdo de vista al personaje inicial, que me resultaba mucho más atractivo, fascinante, alguien híbrido, a medio camino entre el hombre y el dios por obra y gracia de su inteligencia y ambición.
Sí a Cilliam Murphy, que tiene ojos de maniquí y una fisonomía hipnótica. Nadie mejor que él para representar a un ser escindido entre la ciencia y la moral, entre la pulsión de lograr vencer cualquier limitación y la conciencia de que ello puede derivar en un apocalipsis imperdonable.
No a la señora Oppenheimer, personaje irritante, acartonado, perfectamente asesinable. Pocas veces he sentido tantas ganas de abofetear a una criatura de ficción como con esta doña.
Sí a la microgimnasia facial con la que el gran, grandísimo Robert Downey Jr., un Perro Sanxe cinematográfico, capaz de renacer una y otra vez y caer de pie en cada resurgimiento. Nuestro amado Julian de «Golpe al sueño americano» cambia la expresión de su rostro en un instante. Tiene algo de ilusionista, te deja con la sensación de que con un parpadeo, con un frunce casi imperceptible de los labios o una tensión mínima en la mandíbula, basta para perfilar la crispación vital de su personaje, la sensación eterna de peligro que le acompaña en su conciencia de la propia mediocridad.
Sí a la maravillosa chica complicada, Jean Tatlock, la de los ojos de abismo y muslos rotundos y piel aceitunada de la que era imposible no enamorarse.
No a ese Einstein de mercadillo. Una fregona en la cabeza no basta para caracterizar al personaje.
Sí a ese mundo de Los Álamos tan bien recreado, en el que confluyeron la física y Nuevo México, las dos pasiones de Oppenheimer.
No a las repeticiones de planos con ligeras variaciones que se hacen repetitivos y nos hacen pensar que el director cree que igual no nos hemos enterado de asuntos importantes.
Sí al respeto y al apoyo que Oppenheimer, un individualista, egocéntrico, poco escrupuloso en ocasiones, mereció por parte de muchos colegas de la comunidad científica cuando cayó en desgracia. De las cosas más emocionantes y bonitas de la película.
No a algunas imágenes delirantes como la alucinación que sobreviene en pleno interrogatorio cuando se le pregunta a Oppenheimer sobre su relación con Tatlock. Sobra y resobra.
Sí al desfile de estrellas que van apareciendo y que lo hacen francamente bien. Branagh, y Damon, por dior, cada vez menos guapo pero cada vez mejor actor.
Sí a ese mundo perdido que muchos identificamos con un universo cinematográfico clásico. Un universo de sombreros, gabardinas, gente que fuma y bebe constantemente, labios rojísimos, faldas de tubo y tacones de aguja.
No al efectismo del blanco y negro que al menos yo percibí como ruido molesto cada vez que se perpetraba el cambio.
Sí al trepidante relato de la explosión. Me recordó que una vez fui una niña que se tragaba todas las películas de guerra que ponían en la tele porque era imposible no identificarse con un bando, ser uno más de los soldados, desear que vencieran, imponerse al otro. Ese tramo te atrapa, te hace sentir que en algo tan monstruoso como la creación de una técnica de exterminación masiva había también una belleza enigmática, una sensación de comunión entre los que la crearon y la miraron surgir en medio de la oscuridad como los fuegos artificiales del fin del mundo.
La disfruté mucho, pero con reservas, con peros. Es la historia de un genio maldito, que decidió atender a esa voz interior que le animaba a crear la destrucción. Esa paradoja ya es, en sí misma, toda una tragedia griega de las que tanto nos gustan.
Patricia Esteban Erlés.
Bueno, es una película interesante pero no olvidemos y Nolan si lo olvida, las miles y miles de personas que fueron víctimas de esta locura humana, y todavía siguen teniendo cancer después de varias generaciones… Nadie habla de ello, y es muy triste este olvido.