Durante años este cartel estuvo colgado en la pared de mi habitación. Me sigue encantando, igual que el primer Almodóvar, sus historias delirantes y a la vez profundamente certeras en el reflejo de una sociedad que se modernizaba, en la que entraba el aire fresco como un vendaval que a veces se cargaba los cristales de toda la casa. Era un mundo contradictorio, de boleros, colores estridentes, alegritriste, rompedor y respetuoso con la sabiduría de madres y abuelas. Un mundo de primeros planos y ojos líquidos. No olvido al mejor Antonio Banderas, ese amante trágico, perturbado, que clava su mirada en la de Poncela, como el aguijón que acabará envenenándolo. El lagarto Dinero, los pendientes en gorna de cafetera, las sentencias de Chus Lampreave, los tobillos de Carmen Maura. Se han quedado ahí, en una sala oscura, en mi cine Memoria, para los restos.
Se equivoca y maltrata la inteligencia ajena quien desprecia el arte y lo envuelve en el papel grasiento del mercantilismo barato. Quien critica que contar historias no se haga gratis, como si no fuera un trabajo digno, necesario, parte de la educación sentimental de tantos. Yo me alimento de cine y literatura desde la infancia oscura de un barrio pobre. Las películas me enseñaron a llorar cuando más necesitaba reconocerme en alguna parte, sentir que alguien hablaba de lo que me pasaba o producía más angustia. Las películas, pasada esa fase de adolescencia onanista, me enseñaron a mirar. Aprendí a distinguir un buen argumento, un final abierto, una metáfora visual, un diálogo eficaz, un silencio preciso, el uso adecuado de la música o la elipsis. No solo eso. Me creí a muchos personajes porque eran profundamente reales, humanos, semejantes. Pasé miedo de verdad, me enamoré. Morí a la vez que algunos. De alguna manera el cine es un universo de ida y vuelta, un espejo que sirve para nada, nada que no sea guardar la esencia misma del mono un poco más listo de la cuenta que somos. Nos recuerda nuestra barbarie, nuestra hambre voraz de belleza.
Le agradezco a Almodóvar, como al maestro que me dio unas cuantas lecciones de vida y cine, las palabras de anoche, en una sala llena de gente del cine. que tiene la costumbre de comer y pagar facturas. Para que no se confundan churras con merinas, que es lo que suelen hacer los politicastros, que inexplicablemente no se pierden el sarao y asisten a la gala, aunque solo consideran subvencionables las escuelas de toreo o caza.
Patricia Esteban Erlés
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