Mi tía Dolores, se llamaba Dolores, menos en casa de mi abuela. Mi abuela paterna llamaba a su hermana A pobre de Doloriñas. Mi tía Dolores no había salido apenas de su aldea. Y ya contaba con un adjetivo, un artículo determinado y una preposición. Hubiesen sido mejor unas tierras. Allí, en el pueblo, importaban más. Mi abuela debería haberlo sabido. Pero mi abuela tampoco tenía tierras. O sí. Aunque las administraba mi abuelo. Esas pocas tierras de mi abuela, y esas muchas tierras de las suyas. Mi abuelo administraba cojonudamente.
Mi abuelo sabía leer y escribir. En castellano y gallego. También un poco en inglés, francés y alemán de manera autodidacta. Lo consideraba importante. Yo de postre debía pedir chis». Y a él decirle granfada». Después del chis», él se iba a su oficina. A administrar sus tierras, las de mi abuela, y un montón de cosas más que había que administrar. Mi abuelo luchó en la guerra. En el bando que le pilló por banda. Fue el bando ganador. El que le dejó mutilado de guerra. El que casi le mató. Porque mi abuelo fue dado por muerto. Iba en el carro de los muertos. Casi ya en la fosa se percataron de que respiraba. Menos mal. Hubiesen enterrado a mi abuelo, a mi padre, a mi tío y a mí con él. Vivió. Y al ser casi muerto lo hicieron militar con algo así como honores y privilegios. Y una pensión. Y una pistola. Y una espada. Que estaban entre las sabanas del ajuar de mi abuela. Allí en el armario de su alcoba de dos camas que yo tanto visitaba. Mi abuelo aprovechó bien sus privilegios. Fue profesor de los niños del pueblo. Mandó desde bien pequeños a sus hijos internos a patronatos. Viajó con ellos. Con mi abuela no. Mi abuela no era de viajar. Y si lo era nunca lo supo. Era mujer. Mujer de pueblo. Nacida para criar y tener la pata atada a la cama. Y debajo de la cama guardaba cajas de naranjas y otras frutas que se iban pudriendo. Supongo que una guerra pudre un poco. Supongo que una guerra te hace aprovisionar para los inviernos. Aunque una se pudra por dentro. De no ser nadie. Ni nada, apenas. Allí, debajo de la cama. Con su marido. Ya profesor mercantil. Su oficina. Sus tierras. Tanto que administrar. Y una amante. Y luego alguna más. Viajar da don de lenguas. De gentes. Y de otras cosas. Así que mi abuelo me decía cosas en alemán. Tan cosmopolita. Y mi abuela recibía cartas de su hermana. Carta de la pobre de Doloriñas. Que sólo había salido del pueblo para visitarla. Dormía en la cama nido que salía de mi propia cama. Dormía conmigo. La pobre de Doloriñas. Que apenas salió de su aldea. Que se quedó viuda un mes antes de casarse. Se le mató el novio en la moto allá por una corredoira. Y ella lloró. Y ella se vistió de negro. Y se negó a más hombres el resto de su vido. Y se negó ser madre. Y se pudrió por algo más que la guerra. Allí. En aquella casa. Con mi tía Visita, mujer agarrada donde las haya, que nunca reía, más flaca que un alambre, y con un moño tan prieto que no sé ni como le circulaba la sangre. Doloriñas, la pobre, siempre sonreía. Siempre era amor. Siempre era palabras bonitas. Siempre era una moneda de plata. Y una carta. En el buzón de mi abuela. Carta de la pobre de Doloriñas. Y a mi abuela había que leerle la carta. Mi abuela sabía leer. Pero de aquella manera. Y sabía escribir. Pero de aquella manera. Tenía letra de médico sin ser médico. Y sabía sumar. Un poco. Y restar. Otro poco. Aunque ella llevaba restándose a sí misma toda la vida. Desde que le arrancaron a mi padre después de tres días de parto. Hubo que elegir. La madre o el niño. Y eligieron la madre. Pero el niño nació. Y fue mi padre. Aunque todavía era un bebé. Muy grande. Muy rubio. Muy primer hijo. Después llegó el segundo. Y pudieron estudiar. Y ya con bachiller vivir en ciudad. Allí quedó la casa. Y en la aldea de al lado la pobre de Doloriñas. Y cambiaron prados por cemento. Vacas por coches. Y mi abuela nunca se habituó. Sólo progresaron los hombres. Ella iba y venía a la tienda de Jos. Con su bolsa de malla. A veces yo con ella. Y me contaba. Ay filla. ya la regla. Ay, yo me acuerdo todavía. Cuanto dolía. Me dolían los bajos. Pero dolían más cuando tu abuelo. Ya sabes. Menos mal que tu abuelo y yo. Ya no. Y entonces pelaba patatas. Y guardaba las sartenes con comida ya hecha en las alacenas. Y cajas de fruta debajo de la cama. Y se ponía medias con liguero, y refajo, y corsé, y zapatillas de fieltro negro con suela de goma amarilla. Y recibía carta de su hermana. La pobre de Doloriñas. Qué alegría. De cinco minutos. Ay, pobre Dolores, qué vida. Pobriña. Ay. A ver si llego a la carta siguiente. Porque yo no llego a navidades. Porque yo estoy muy mal. Porque ésto va a ser una polrresía». Porque vosotros no sabéis. Ay, pobre Dolores. A pobre de Doloriñas.
Eva Barreiro Díaz
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