Nos arrebatábamos la vida pensando que la estábamos acicalando, mejorando, añadiéndole unos extras como si aquello nos fuera a mejorar en algo, sustancialmente mejor, a lo que albergábamos cada uno entre pecho y espalda.
No lo sabíamos, recién acabábamos de encontrarnos en esto de ser autónomos, de poder tomar nuestras primeras decisiones sin el veredicto final de nuestros padres, decidiendo por nosotros y jugando a ser rebeldes, nos sonaba a mira qué transgresores somos.
La primera vez en mi vida que acerqué un papel enrollado a uno de los orificios de mi nariz y aspiré, tuve la misma sensación desagradable que la primera vez que agazapada detrás de un coche, con 14 años, pegué la primera calada a un cigarrillo. Con la primera aspiración me escoció todo el conducto olfativo hasta el mismísimo ojo y con la primera calada creí que me ahogaba de la irritación y la tos que semejante mierda había hecho en mi garganta.
Una vida después de aquellos escarceos con desconexiones de nuestro yo, que en nada nos beneficiaban, se me encoge el alma al recordar que lo único que perseguía al ingerir aquellas mierdas era evadirme de mi propia infelicidad sin darme cuenta de que las drogas lo único que hacían era, precisamente, maximizar al por mil las emociones chungas que me estaban acompañando por aquellos días, de modo que siempre acababa llorando en cualquier baño sucio de un pub oscuro, donde la realidad de allá fuera parecía quedar atrás.
La suerte que me acompañó fue la de encontrar asideros suficientes en la vida real para no acabar atrapada en una desconexión total y absoluta de la personalidad verdadera de una misma y de la lluvia y el viento que, aunque arreciara, siempre acababa despejando el alma de lo que quiera que pudiera dolernos.
Ojalá que los que comienzan hoy a creer que huir de uno mismo te ayuda a disfrutar la vida, comprendan lo más pronto posible lo equivocados que están.
Valenia Gil
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