Durante un tiempo estudié allí. De la casa donde cuidaba unos niños salía corriendo para llegar a clase, intentando creer que lograría sacarme el título. Recuerdo aquella esperanza, como un pájaro pequeño latiendo en mi bolsillo. Como algo diminuto muerto a ratos cuando llegaba a casa y nadie me preguntaba qué tal ese examen, si se me había olvidado el Latín después de tanto tiempo.
Recuerdo que salíamos del instituto cuando ya estaba oscuro. Acudían al aula mujeres de mediana edad y ojos grandes que se habían cansado de mirar una pared de la cocina y estudiaban sin que sus maridos lo supieran, aquel chico silencioso de nombre bíblico que volví a encontrarme en un bar de San Miguel años después, bailarinas. Bailarinas de ballet jovencísimas que llegaban con sus moños bajos, que flotaban por el pasillo como por un escenario. Y yo siempre he envidiado a las bailarinas de ballet por el porte de espiga, por el talante angélico. No somos de este mundo, anunciaba esa forma suya de levantar la mano o enderezarse en el asiento. Las bailarinas ensayaban el cielo en los pasillos sin darse cuenta, nos mostraban el perfil del aire, nos hacían dudar de que aquello pudiera pasar en un instituto por lo demás feo, a las siete de la tarde de un miércoles invernal. No recuerdo los libros que usaba ni los rostros de los profesores ni cuándo decidí dejarlo y no volver más. A ellas sin embargo las veo como si acabara de salir del aula y me las cruzara de nuevo, una epidemia de belleza de cuya existencia no sabía nadie más que nosotros, aquel puñado de afortunados estudiantes clandestinos.
Patricia Esteban Erlés.
(Foto de Masha Dashkina Maddux, extraída del maravilloso sueño que es la página New York Dance Project)
Deja un comentario