La Paramount no quería a Brando como Don Vito, por los problemas que ocasionaba rodar con él. Laurence Olivier y Frank Sinatra eran dos de los candidatos de la productora.
No sabríamos lo que nos habíamos perdido si Brando no hubiera luchado con uñas y dientes y talento por el papel, después de embetunarse el pelo, meterse unas servilletas en la boca y envejecer veinte años de golpe en apenas unos segundos. Así hay que querer las cosas, así debemos arrancarle a la vida jirones de nuestros sueños, sin desfallecer aunque lo tengamos todo en contra. Brando sabía que era Vito o que Vito era él. A veces sucede, nos sorprende la revelación con fuerza categórica de mandamiento bíblico. Tuvo que hacerse un silencio respetuoso en el set, como el que sembraba Corleone a su paso o cuando se sentaba al otro lado del escritorio y daba la palabra a quienes venían a presentarle sus respetos. Tuvo que callarse hasta el apuntador cuando vieron que el rey de la mafia se encarnaba en el actor problemático, en el genio irrepetible, a la vista de todos. Qué otra cosa, si no, es el cine, que un milagro que sucede ante nuestros ojos, un sueño en el que creemos más que en muchas realidades.
La presencia del gato no estaba prevista, pero Brando adoraba a los animales y se entendía bien con ellos. El gato apareció merodeando en los estudios, como si se diera una vuelta por una de sus propiedades, y se lo llevó con él. Casi sin pensarlo, así se lograr a veces dar forma a una gran idea. La cadencia con que lo acaricia, lenta y en cierta forma amenazadora, nos hace sentir que todos seríamos un gato indefenso en manos del patriarca. Don Vito es el dueño de nuestras siete vidas y sabe ser bueno con el gato dócil. Su corpachón, su formidable cara de romano, en contraste con la delicada figura del animal, hacen el resto.
Patricia Esteban Erlés.
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