El Camino tiene la palabra.
El Camino es, sin duda alguna, un libro abierto que nos interpela, en todo momento, con sus palabras sembradas a los cuatro vientos.
Palabras curiosas. Palabras interesantes. Palabras amenas. Palabras malsonantes. Palabras graciosas. Palabras hermosas recorren los senderos pedregosos y polvorientos.
Ristras de palabras colgadas de los troncos de los álamos y encinas.
Palabras para todos los gustos, para todas las nacionalidades, en español, inglés, francés, japonés y muchos más idiomas.
Palabras reconfortantes para alentar a los peregrinos que, un día u otro, se sienten vencidos por el mal tiempo, agotados por el calor aplanante, derrotados por los cientos de kilómetros andados. Temida trilogía que pone el cuerpo a prueba.
Palabras, iniciales y nombres entrelazados de quienes desean dejar huella de su paso entre Roncesvalles y Santiago. Mas el Camino, celoso de sus derechos de autor, las termina por borrar con lluvias recias o rayos de sol incandescentes.
Palabras pintadas con colores llamativos, con letras capitales, góticas o arabescas, ahí en un banco, allá debajo de un puente para dar vida al frío cemento.
Palabras más pragmáticas –en una encrucijada, a la vuelta de una curva o en una recta que se pierde en el horizonte – promocionan menús caseros, desayunos pantagruélicos, hostales y albergues con camas mullidas.
Palabras codificadas, de lo más enigmáticas, fechadas en toda regla, que solo hablan a los que las escribieron.
Palabras con innegable poder poético y existencial avivan la reflexión de los caminantes que tienen horas por delante para meditarlas.
Palabras-citas de pensadores, literatos, científicos por parte de quienes quieren hacer alarde de su cultura libresca.
Palabras reivíndincantes, de protestas sanas recubren los muros medio caídos de casas de adobe abandonadas. Pared blanca, pueblo mudo.
Dominique Gaviard
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