«Bebía mucho. En mi piso y en la calle. En la cama y en las barras. Acompañada y sola. Bebía porque siempre sentí que no tenía casa.
Casa propia para quedarme y casa por dentro para permanecer segura y a salvo. Lo que no se habita se muere o se ocupa por gente desconocida.
Y para evitar morirme, bebía.«
Esto me contó ella muy despacito, casi silabeando, con pausas dramáticas entre frase y frase, obligándome a poner más atención de la habitual.
Y yo, tras la escucha, escribí sobre las personas que hemos buscado hogares sustitutos porque el nuestro no lo sabíamos ni podíamos habitar.
Las personas casero callejeras somos muchas más de lo que se pudiera imaginar en la antropología de superficie.
Disfrutamos de un sofá uterino, desayunos infinitos y cafeteras sobreexplotadas en compañía, disfrutamos de las adopciones nacionales registradas con sello en la mesa del salón de amigos y pijamas.
Somos muchas a las que nos supuso un camino largo maternarnos y paternarnos, amigarnos. Cancelar nuestro propio abandono y orden de alejamiento.
Somos de esa clase de seres que entienden bien al escritor Juan Carlos Onetti, quien pasó los últimos siete años de su vida en la cama, sin salir de ella y haciendo absolutamente todo en su natural elemento, una burbuja de protección amniótica y reparadora.
El afuera dio miedo muchos años, prima.
Y lo enmascaramos, primo.
Las casero callejeras también amamos ya, a estas alturas, patearnos las esquinas soleadas y pensamos contradictoriamente que lo doméstico es un disfrute pero que siempre parece haber algo interesante más allá del balcón, digno de vivirse.
Gente a la que encontrar; familia.
Esa palabra.
Por ello hemos buscado con desespero hogares sustitutos en cuanto salíamos del nuestro.
Las familias postizas se encuentran por días en los bares favoritos, los lugares en los que te llaman por tu nombre y antes de poner un pie en la puerta andan calentando la leche para un café hirviendo.
Y la tostada de centeno ¿verdad?
Allí observamos mucho, miramos con intención y atención al chico deprimido que llega con el pelo aplastado en la nuca y del que siempre pensamos que se acaba de levantar, a la mujer anciana que anda con pasos cortos y agotados, a la pareja de conocidos de horas y likes ofreciéndose un número de teléfono en una servilleta esperanzada.
Las personas casero callejeras nos miramos reconociéndonos y nos atornillamos a la silla, surcamos las horas como personajes de oficina presentistas.
Repito, nuestra casa no fue muy confortable durante décadas, el colchón tenía agujas y pinchaba.
Nos encontramos, por tanto, abrazadas y protegidas en la biblioteca del barrio, llena de bullicioso silencio, en la que regalan periódicos, suplementos y libros primerfilistas, solicitando a cambio de tanta abundancia tan solo tu nombre.
Sentadas en ellas vivimos a salvo, acogidas por otros que gustan de decir por lo bajini, susurrando: «andamiraquéinteresantesto”.
Los bares de copas de la esquina, aquellos que nos acogen los veranos más tórridos del siglo como tata amorosa y ofrecen líquidos fríos para cuerpos acalorados, cumplen su función.
Allí, hombres tatuados con cara eterna de chico joven, actúan de hermanos en su habitación llena de posters y música sincrética cuando derramamos, sin querer, un plato de kikos y sonríen acercando otro y cambiando la música ahora que estás tú.
Y por último, hay salas de estar en los bancos de los parques. Esos en los que hablar de los perroshijo con otros callejero caseros y comentar anécdotas de madres orgullosas, al sol.
Siempre al sol.
No importa vivir en cuarenta o cien metros; hay hogares, sofás, familias, almohadas, neveras abundantes por doquier y especialmente hay un lugar de confort, un pequeño salón dentro de las que aprendimos, a tientas y no sin dificultad, a vivir en más espacio que los veinte centímetros internos con los que veníamos de fábrica.
Este lugar de seguridad y calidez nos acompaña ahora allá a donde vayamos.
Al bar de la esquina o a Katmandú.
Ahora, siempre con nosotras.
El calor, la estufa, la escucha, el altavoz, la manta y la palabra de calma.
Tranquila, cariño. Pasará.
Ya estás en casa.
María Sabroso.
(Un abrazo enorme para quienes estáis en momentos complicados).
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