Mientras Salomé descendía a la realidad dentro del ascensor, Diana cerró la puerta tras de sí apoyando su espalda contra ella. Me miró con esos ojos de cazadora que sólo ella sabía poner: pupilas que escudriñaban las mías para informarme de que era su presa, y así debía sentirme. Cruzó sus muñecas tras mi nuca y disfrutó de aquellos segundos de incertidumbre. –¿Te beso poli, o todavía no?—parecía decirme tras una sonrisa de victoria.
Fue apretando su cuerpo contra el mío cual gata en celo. Primero sus muslos estratégicamente colocados entre los míos, luego su pubis que buscó mi pubis con la maestría del saber ancestral de todas las cazadoras de la historia y por último su pecho, oculto tras el escote de un vestido estampado en motivos japoneses. Ahora atraía mi cara hacia la suya cruzando más los brazos. Nuestras bocas ya casi se rozaban y ella, me seguía mirando complacida, dominando la escena.
Por la terraza abierta subieron hasta el salón unos gritos procedentes de la calle. Ambos nos alarmamos, porque reconocimos en ellos la voz de Salomé. Todo fue muy rápido. Bajé por las escaleras saltando los escalones de cuatro en cuatro. Es algo que practicaba desde niño, y alguna vez me había sacado de un apuro. Cuando salí del portal, encontré a Salomé sentada en el suelo rompiendo a llorar de indignación. Ayude a que se pusiera en pie suavemente y se abrazó a mí reconfortada. En seguida apareció Diana siguiendo mis pasos.
–¿Qué te ha pasado cariño? –preguntó ansiosa.
–Deja que se calme un poco Diana. Si quieres yo te lo cuento mientras. Alguien le ha dado un tirón de la carterita de mano que llevaba, y ha salido corriendo.
Salomé se mordía el labio inferior presa de la rabia.
–Has acertado casi en todo. No era uno, eran dos, e iban en una moto pequeña. Yo que pensaba en haberme ido andando hasta casa…
–¿No habrás podido verles las caras verdad?
–No, apenas he sido consciente. Me han dado un empujón, y cuando he soltado la cartera para poner las manos al caer, el de atrás se ha bajado y han desparecido. Malditos…
–Cariño, –intervino Diana—nosotros te llevamos a casa.
–Lo agradecería de verdad.
–Tengo el coche aquí al lado. Si queréis la llevamos a casa, y mañana que se acerque a la comisaría a poner la denuncia. El uso de la violencia le dará otro tratamiento a la cosa aunque, no te hagas ilusiones, este tipo de asaltos no se suelen sustanciar. Déjame que haga una llamada, por si al menos mañana aparecen tus documentos. ¿Llevabas dentro DNI?
–Sí, en una carterita con un billete de cincuenta euros. Solamente el DNI y el dinero.
–Alégrate entonces de no tener que empezar a anular tarjetas…
–¿Y mi móvil?
Diana que pasaba su brazo sobre los hombros le mostró la otra mano. Te lo habías olvidado arriba. Ya puedes dar gracias.
–Desde luego. Sin él no sé lo que haría.
Tuve la impresión de que en aquella frase había un mensaje que se me escapaba.
Salomé vivía cerca de allí. Al fin la dejamos en su casa y de vuelta Diana se quejó apenada.
–Siempre tiene que ocurrir algo.
–No seas refunfuñona Di, hoy pienso quedarme a dormir contigo.
Víctor Gonzalez
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