Era primavera al atardecer cuando Carmen llegó a Urgencias. Nada la distinguía de cualquier mujer joven ni tenía otros síntomas que vagos sentimientos y cierta aprensión. Al principio todo parecía tan normal, tan achacable a su depresión. El mundo se le derretía como un soufflé frío cada dos minutos, y cada dos minutos lo enderezaba con un trabajo exquisito de reconstrucción. Yo andaba ocupada y preocupada por un hombre no tan mayor que sangraba sin cesar y sin oportunidad para reponerlo, casi a punto de muerte, que sin dilación fue abordado por algún cirujano intrépido. Mientras corría por los pasillos tratando de mantener a este hombre, Carmen esperaba los resultados que la mandarían a casa. Recuerdo recibir una llamada de la residente de Urgencias para ver un frotis anodino de esa paciente.
Casi era la hora de cenar. El hambre me confundía y me alentaba. «Un poquito mas y estaré en la cafetería, descansaré y supondrá un descenso a la inactividad , una pausa para no pensar».
Llegue a ver la extensión como sin ganas, con paso lento, atolondrada por el hambre y el cansancio. No tenia dudas. Era una leucemia aguda. Era un bestial golpe en la nuca.
Estaba vestida, a punto de salir para casa cuando aparecí en el pasillo. Me agache a la altura de sus piernas sentadas y con toda la serenidad de la que fui capaz le di la noticia. Iba a ingresar sin saber cuando saldría. Nada es tan agónico como una madre herida de muerte.
Carmen murió una tarde tras dos meses de encierro.
No volvió a ver a su hija.
No volvió a llorar.
Texto: María Alcocer
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