Los pasajeros han empezado a hacer cola, nerviosos y acelerados, se diría que el avión va a marcharse sin ellos, o que no hay sitio para todos. Un par de mujeres han llegado al mostrador y empiezan a encender los ordenadores y a extraer listados en papel desde impresoras ruidosas (ya solo se ven en los aeropuertos) cuya finalidad se me escapa. La niña y el hombre se han levantado para ir al servicio antes del embarque y me han pedido que vigile sus maletas: una maleta con ruedas, pequeña, similar a la que llevo yo, y una mochila con dibujitos de princesas y estrellas. Vuelven enseguida, temerosos de perder el vuelo a última hora, después de llevar allí sentados mucho tiempo. Imaginé que habían llegado con tres o cuatro horas de antelación, que quizá estaban haciendo escala en Madrid y venían de Bilbao, de La Coruña.
—Gracias.
—Gracias.
Eso me dicen los dos, primero el padre, luego la hija, muy educadamente. Les pregunto que si van a Fez. Una pregunta estúpida, pero siempre se hacen ese tipo de preguntas en las colas para el embarque en los aeropuertos, pensando siempre en que nos hemos equivocado de puerta.
—Sí. A Fez. ¿Y usted?
—También.
—Es muy bonito Fez.
—Eso me han dicho. Yo conozco Tánger, Tetuán, Casablanca, Marrakech. Pero Fez no. Sin embargo, conocí a una persona de Fez y me hablaba muy bien de ella, pero nunca pudimos visitarlo juntos.
Recuerdo que me hablabas de la plaza donde están los latoneros, ya cerca del río, donde la Medina se vuelve estrecha, oscura y tortuosa, pero, en esa plaza, es como si uno volviera a respirar por última vez antes de sumergirse hacia las curtidurías, antes de cruzar el río hacia el barrio de la mezquita de los andaluces. Te gustaba el sonido de los hombres golpeando los objetos de metal, los cántaros, los braseros. Naciste cerca de allí y ese sonido te acunaba y te relajaba, como (suponía), relajaba a la niña el zureo de las palomas, sus revoloteos en el alfeizar cada mañana, el ajetreo de las mujeres en la cocina.
—Ya verá como le gusta.
—Yo no me acuerdo bien de Fez, ni de Marruecos, pero sueño con luz a veces.
Ya sé, ya sé que sueñas con luz, todo este cuento ha salido de esa frase, de cómo es posible soñar con cosas que incluso no han pasado, de cómo es posible soñar con un recuerdo que no tiene base real sino que ha sido construido por lo que nos han contado otros, igual que yo, cuando tengo mucho miedo, cuando te echo tanto de menos, como ahora, sueño con la plaza de los latoneros en Fez, la plaza Seffarine dicen en las guías que se llama, la plaza de los caldereros, dicen también. Aunque no sé si es cobre o latón lo que golpean, ahora que lo he consultado para escribir. Quizá sea bronce. Pero tú decías latón, quizá usabas incorrectamente la palabra, quizá la traducías mal. Pero yo no tenía por qué dudar de ti, y menos ahora que ya no estabas. Que ya no estás.
—Yo no he estado en Fez, pero sueño con una plaza en la que unos hombres golpean el cobre (o el latón) para hacer calderos.
El hombre no me ha entendido pero a la niña se le iluminan los ojos, no sé si porque ha recordado algo de pronto o por la emoción anticipada. Una de las mujeres ha empezado a avisar por megafonía de la salida del vuelo. Nos levantamos y nos dirigimos hacia el final de la cola. Les ofrezco mi ayuda para llevar la mochila de la niña, pero ella se la cuelga a la espalda, encantada.
—¿Sabes? Mi mamá se murió cuando yo era pequeña, y nos vinimos a España…
No sé si fue esto lo que me dijo, pero lo que quería decirme exactamente, con sus ojos, fue:
—… papá decía que ya no podía vivir en Fez porque era muy bonito, y Fez era mamá pero sin mamá. Y que era mejor que nos fuéramos a otro lugar en el que no oliera a menta ni a lejía, en el que la ropa se secara en secadoras en vez de en la ventana, en el que no entraran rayos de luz cada mañana desde las rendijas ni se oyera el zureo de palomas en el alfeizar.
Yo lo entendía, y, sin embargo, yo iba a Fez exactamente a lo contrario, a buscarte, a encontrarte, pese a que tú no estabas allí (¿o sí?). A hacer ahora, sin ti, lo que no había podido hacer contigo, por las circunstancias, por las prisas, por las oportunidades, por las elecciones que tomamos muchas veces sin saber por qué, sin ser conscientes de que el tiempo no es infinito y de que hay cosas que deben hacerse cuando tienen que hacerse.
—Cuando se murió mi mujer, yo ya no pude vivir más. Al menos, no pude vivir más en Fez. Pero vivía por la niña, que era lo único que me quedaba de ella, como si fuera un trozo de mi esposa que hubiésemos conseguido conservar. Nos fuimos a otro sitio, menos doloroso, pero ella (la niña) quiere volver.
Eso decía el padre, pero no hablaba con fluidez el castellano, así que eso imaginaba yo que decía el padre, que ahora rebuscaba en su chaqueta las tarjetas de embarque y la documentación de los dos, tan complicados siempre los trámites cuando se viaja con niños pequeños, especialmente siendo un hombre solo.
Continuará mañana…
Texto: José Luis Serrano
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