Querido poeta, querido defensor de los esclavos, de los compañeros, del hombre detenido en un cine de barrio, de los de la piqueta, que, a veces, te permites el lujo de sentirte individuo, de pararte un momento a disfrutar de una flor roja, a mirar la ciudad ensimismado o a sentarte frente al mar para contemplar la Atlántida.
Yo lectora, te perdono y te agradezco esos descansos y también que no abandones a aquellos sobre los que siempre has contado, esos cuya desolación quieres mitigar cuando escribes: “porque también sabíamos/que el tirano vive de desaliento del esclavo.”. A todos ellos brindas este libro de poesía sobre el que pretendo hablarte, París y otras ciudades encontradas (2010), tal como reza en su dedicatoria: “A quienes en cualquier lugar de la Tierra luchan para que los seres humanos tengan los mismos derechos, jamás sean esclavos, y lleven su compasión a los animales.” (Ferres, 2010).
Quisiera relatarte la historia de esta carta que hoy te escribo, cómo te he conocido, cómo he llegado a tus ciudades encontradas y cuáles son las señales que he utilizado para guiarme por ellas.
En la primavera de 1989, a punto de terminar mis estudios de Filología en Valladolid, compré en la ya desaparecida librería Lara de la plaza Mayor de esa ciudad la novela La piqueta, en una edición de Emiliano Escolar en la que invertí, con un criterio inmejorable, las 200 últimas pesetas que le quedaban a quien era yo entonces, una estudiante, una feroz devoradora de textos. Leí enseguida la obra y no olvidaré una de sus últimas frases: “En apariencia, no ocurría absolutamente nada.” (Ferres, 1981: 184). Sus páginas me sugirieron tantas cosas que me pregunté por qué no había oído nunca hablar de Antonio Ferres en la universidad…Interrogantes ingenuos que después se han vuelto certezas.
Desde aquellos años, querido Antonio, he vuelto a leer páginas por ti escritas, tus cuentos, tu libro Caminando por las Hurdes y en los últimos años algunos de tus volúmenes de poesía: La inmensa llanura no creada (2000) y La desolada llanura (2005).
Llegué a París y otras ciudades encontradas de la mano de dos Cicerones de lujo, Italo Calvino y Pedro Cano. En noviembre de 1972, Italo Calvino había publicado en la editorial Einaudi de Turín Las ciudades invisibles, un libro que puede ser leído como un conjunto de relatos o como una colección de textos fantástico-líricos y en el que narrador italiano recrea ciudades inventadas a las que asigna un nombre de mujer. Leí con delectación ese volumen hace unos cinco años, sin saber que después me llevaría a tu poemario. En 1988, muerto ya Calvino, el pintor murciano Pedro Cano coincidió en Roma con la viuda del escritor italiano y esta le regaló un ejemplar de Las ciudades invisibles, proponiéndole el reto de crear una obra plástica basada en el libro. Después de mucho tiempo, viajes y experiencias, Pedro Cano pintó las 55 acuarelas de 30×50 que constituirían sus propias ciudades invisibles.
Y cuando abro las páginas de tu libro París y otras ciudades encontradas, como si se anudaran los hilos invisibles de un tejido- intertexto, polifonía, eco- me topo con las palabras de Calvino: “Es interminable el catálogo de las formas: mientras cada forma no haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo.” (Ferres, 2010:16).
Y algunas de esas ciudades que han seguido naciendo, tú las has encontrado, vivido, soñado o recordado, querido poeta.
Y yo las he transitado con la única brújula de mi experiencia lectora y ahora quiero mostrarte los senderos que he recorrido, desordenadamente, en paseos errabundos y en tiempos diferentes, leyendo, sintiendo, a la vez que escribía estas reflexiones.
Mi primera parada en el viaje por tus ciudades encontradas ha sido en las ciudades del amor, en los poemas en los que te hacías presente acompañado de una mano que sujetaba la tuya, tendido a la orilla de la Isla en París, en un tiempo añorado: “cuando huíamos/ hacia los bulevares y los puentes/la luz azul perdida/en el cielo apagado.” (Ferres, 2010: 17). Un amor que parece también perdido en el poema “La inmensidad”, en el que hay una perturbadora lamentación por la ausencia, junto con la alegría de quien se sabe acompañado en medio de la soledad inmensa a la que se refiere el título: “no irás a mi pequeño sótano/de una casa en una ciudad perdida/donde ni siquiera sabíamos/que podíamos construir la vida/estábamos allí como caídos de otro mundo/sobre la soledad inmensa de la tierra.” (Ferres, 2010:29). He recorrido también ese poema “Galaxia” en el que he leído entre versos la desiderata juanramoniana del libro Eternidades:
Intelijencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente (Jiménez, 1987:287)
Con tus palabras quieres descubrir ciudades, países, un poema que “gire sobre el eje del Universo”, que será simplemente, como tú mismo escribes, “un breve poema de amor”. ¿Quizá el triunfo de lo minúsculo sobre lo grandioso? ¿Quizá es lo más importante, lo que queda?
Y siempre, a lo largo de todo el libro, el amor sentido y recreado se tiñe de nostalgia. Era un amor en otro tiempo, en una ciudad de Castilla, “cuando tú vivías”, un amor añorado que buscas siempre, poeta.
Hemos recorrido juntos otras ciudades, a veces reales; paseamos por lugares concretos, como la estatua del Ángel caído del Retiro, aquel ángel “derribado por la luz”, que me trae a la memoria el verso de Blas de Otero, “ángel con grandes alas de cadenas”, y cuya simbología negativa contrasta con la belleza de la danza de las golondrinas que ella, el poeta y yo observamos. Me duelen las palabras de lamento por la ausencia de la amada: “y que por más que rece no vendrás nunca.” Te sientes solo frente al mundo, frente a la primavera, en Madrid o en Colorado, frente a la belleza de los jardines, al verdor de los árboles y a los gritos de los niños. Pero no estás solo, poeta, porque yo te leo.
Ese amor añorado y perdido se concreta en los versos de “En ese instante” en una sombra, como la de las rimas becquerianas, un escorzo que te hace, Antonio, suspender el tiempo presente y vivir en ese momento, sentir la voz, ver la sombra, estar, por un segundo en el pasado, salir de ti mismo y verte/veros a ambos contemplando el tiempo. Recordar y añorar es también vivir, poeta.
Y en ese itinerario por las calles de la ciudad o ciudades en las que vives el amor añorado, en ese instante del pasado que traes al presente, te acompaña mi alma hasta Córdoba, en el extraordinario poema “Llegar hasta ti en Córdoba”, que en mis oídos suena a Pedro Salinas, y en el que te das por entero a la amada, quieres fundirte con ella y ser su sangre, en “su ciudad indecible/en tu país de dulces sombras.”(Ferres, 2010:105).
Pero el amor y su añoranza se tiñen de un dolor intenso, se transforman en grito dolorido en el poema “Tengo tanto miedo” ¡Cuánto desgarro en esos versos en los que tiemblas, suplicas, quisieras asirte al recuerdo y al “estanque verde de la vida”, en una imagen lorquiana de vida y de muerte! Siento también la desolación de la pérdida en un mundo blanco, en el que no hay nada, ni siquiera el amor, porque parece haber desaparecido.
Otra de las señales que me has mostrado para transitar por tus ciudades es la del recuerdo y la rememoración. En el poema “Atlántida siempre” vuelves tus pasos hacia lo ya escrito y citas un fragmento de tu libro que fue Premio Ciudad de Madrid, La inmensa llanura no creada (2000). Son fantasmas los que transitan por tu ciudad marítima, ajena al tiempo y llena de “altas torres que subían a las nubes”. Es una ciudad que te hacía olvidar la guerra, esa guerra. La imagen de la llanura inmensa, recurrente en el resto de tu poemario y en tus cuentos, como leí en “El caballo y el hombre”, en el que escribes: “Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire, estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de los hombres,” (Ferres, 2017: 91)
Entre las cosas que añoras está la juventud. En el poema titulado precisamente “Juventud” hay un lamento por un mundo ya desaparecido, que, no era mejor que el de ahora, pues estaba poblado de “hombres de ojos blancos sin mirada” y de “tiendas con balanzas y pesas/donde-lo supe siempre-se cambiaba la libertad por polvo de oro.” (Ferres, 2010:31), pero es un mundo que nunca va a volver. En ese tiempo del recuerdo, hay ciudades que no encuentras, porque se han perdido, hay ciudades “donde andábamos sedientos”, esas “ciudades de la sed” en las que caminas con tu imaginación al lado de ese tú que a veces te acompaña. Versos antes te has mirado en el espejo, que te devuelve una imagen de un extraño, de alguien que se te parece pero no eres tú, en una ciudad no nacida, cartografía imposible, como la que retrata Calvino en una de sus ciudades invisibles, Valdrada:
Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con casas todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los parapetos de balaustres.
Así el viajero ve al llegar dos ciudades. Una directa sobre el lago y una de reflejo
invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus armarios. (Calvino, 1999:70).
Como Valdrada, tu imagen en un espejo, tu figura en un camino hacia “ciudades nuevas”, tu esperanza en el amor recordado. Pero tu imagen especular no es la increpatoria de Gil de Biedma en el poema Contra Jaime Gil de Biedma cuyas palabras recuerdo:
Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho, y te paras a verte en el espejo
la cara destruida, con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo, te ríes,
me recuerdas el pasado/y dices que envejezco. (Gil de Biedma, 1993:145).
Tú te miras en el espejo del tiempo y constatas su paso serenamente, y en una petición, casi oración, en el poema “Paz”, escribes que quisieras estar “en paz y sueño/dormido en el sol tibio/o en las aguas frescas/del verano eterno/derramado yo sobre la tierra viva/en el aire que avente mis cenizas” (Ferres, 2010:95). Pareces haber ajustado bien las cuentas de tu vida, querido poeta, y por eso te envidio y te admiro a la vez, por haber llegado a la serenidad.
Rememoras lo vivido, pero sigues con esperanza, y aguardas “la ciudad crecida detrás de la muralla”, la ciudad del horizonte que vives con ansia, estremecimiento y esperando “el amor de muchachas nacidas/en relámpagos/que poblarán la Tierra”. Y siempre manifiestas esa esperanza de vivir en una ciudad nueva “nacida del catálogo infinito de las formas”, un espacio que se parece a la no ciudad, una constante en tu poemario. Compartimos, querido poeta, la pasión por la naturaleza, las madreselvas, los árboles y las montañas perdidas, los pájaros, los astros, los ríos…todo ello supone para ti un oasis en el que descansas, descansamos ambos, de las ciudades, que a veces están pobladas de gentes del pasado, que te perturban, como en el poema “Las ausencias”, en el que escribes: “Cada día subo/en los ascensores/entre gente antigua/de asustados ojos/gente que se queda/como resucitada/en los pisos donde nunca da el sol./Sigo/hasta donde residen aún/en los posos de sombra y en los reflejos.” (Ferres, 2010:74).
Querido poeta, en tus ciudades encontradas me topo siempre con tu inveterado compromiso con los otros. Al igual que uno de nuestros poetas de cabecera, Ángel González, redimes a la poesía llamada social de su supuesto prosaísmo, si es que este fuera recriminable, pues Moreno Villa ya escribía que “todos los buenos poetas hablan prosaicamente” (citado por Hierro, 2003:29), y lo que desde tus versos deseas para el resto de los hombres es que respiren los aires de la historia, pero también quieres ver “los amaneceres rojos/los mares cambiantes/ y las dunas”, como me dices en el poema “Tregua y revolución”. Entonces tu voz me trae de nuevo los ecos de Ángel González, Gabriel Celaya o Blas de Otero, de otros llamados asimismo poetas sociales, que pretendéis fundir la experiencia personal con la colectiva en vuestros versos. Tú también recuerdas la vida en “La “ciudad de la Victoria”, el Madrid de los primeros momentos de triunfo del fascismo, del que rememoras sinestésicamente tus emociones: “la música de los traidores” o “el olor rancio del té”. Un mundo opresivo y silente, y de nuevo, en otros poemas, como “Otoño del 38”, me presentas el durísimo recuerdo de la casi perdida guerra, del desaliento de los vencidos, por los que “nos dan ganas de llorar/abrazados bajo los árboles”. Pero, querido Antonio, siempre, ante los cataclismos de la historia, te quedan dos refugios: la poesía y el amor: “pero te amo aún/aún estoy contigo/en este otoño.”
Te veo, poeta, transitando por ciudades otoñales, te acompaño y te leo en momentos de duda, de nostalgia, de dolor por la pérdida, y también, en algunos versos leo y me contagias la esperanza en la vida y en la libertad: “Hoy es la víspera del día naciente/en que regresamos a la Tierra/sin culpa/con el ansia inmensa de la libertad/y el lujo ardiente de la vida.” (Ferres, 2010:60). Es la voz de un poeta del futuro, que me recuerda el libro de Italo Calvino, las palabras que en él dice Kublai Jan, quien sueña las ciudades contadas por Marco Polo: “Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconda otra.” (Calvino, 1999:42).
Por eso, el deseo de habitar una ciudad real, de ver en ella lo que recuerdas y lo que ves ahora, me llena de emoción. Cuando leo el extraordinario poema “Cruzar Madrid aún”, cuyas imágenes me traen a la memoria las palabras escritas por otros poetas como Lorca o José Hierro sobre Nueva York, cuando tú te paras “a ver pasar el cielo/poblado por los pájaros” pienso en los hombres-hormigas que montan/montamos en vagones del Metro “que van al infinito”, pienso en esos poetas desaparecidos como Gil de Biedma y Hortelano, en Javier Alfaya, en cuya revista Scherzo leo casi todas las tardes sobre música clásica, mi otra gran pasión junto a la poesía, y sobre todo, quiero pensar, como tú, que “el amor poblado por los parias” va a ser el futuro, un futuro que esperas que siga, a pesar de que tú y yo no estaremos en él, poeta, pues en tus versos también está la muerte, y piensas, como el poeta de Moguer “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando./Y se quedará mi huerto con su verde árbol,/y con su pozo blanco.” (Jiménez, 1996:34)
Antonio, hablas de morir y no me consuelan tus palabras “Morir es como estar/es como vivir siempre/cuando ya se han ido/los que amamos.” (Ferres, 2010: 80). Me transmites una sensación de desgarro y soledad en tu poema “Las torres del norte de Chicago”, cuando leo que en ese invierno que avanza “Por la noche morían de frío los borrachos”.
Otra de las señales que me ha guiado en tu/nuestro deambular por las ciudades han sido las referencias artísticas. Te explicas el mundo y las ciudades con la clave de las artes, y me lo explicas a mi también, querido Antonio, y por eso en tu poemario las referencias culturales no son fuegos de artificio de un culturalismo mal entendido y por cierto pasado de moda ya en poesía, sino que surgen de una nueva mirada sobre la realidad en la que las palabras de San Juan, Thomas Mann y Ángel González, la música de Mozart, el jazz o los cuadros de otros te sirven en esa desiderata.
Me has descubierto, querido poeta, al William Blake artista integral, con el que quizá te identificas porque fue un perdedor que gritó desgarradoramente y no fue escuchado en el momento que le tocó vivir. En otros versos, vemos juntos el mundo a la luz de los cuadros de Corot, de los colores de Van Gogh y recordamos las golondrinas de Matisse. Pero tu poesía se torna evocación verbal de lo pintado, metáfora de otra representación de la realidad, la pintura, cuando tus palabras brotan de la contemplación de cuadros. De nuevo los hilos invisibles unen las palabras de tu “Poema de Judith” con dos cuadros que recuerdo, “Judith y Holofernes” de Caravaggio y “Judit decapitando a Holofernes” de Artemisia Gentileschi, esa extraordinaria pintora, violada, torturada y vilipendiada. Dices:
Ven
-Judith-
con tus manos de sangre
ven a la blancura renacida
y al agua clara de los ríos. (Ferres, 2010:73).
Pintura puesta en palabras, diálogo de las artes, tus sueños y pesadillas recreados en el poema “Los dos sueños”, con el fondo pictórico de los cuadros de La Anunciación de Fray Angélico y El Triunfo de la Muerte de Brueghel el Viejo. La belleza de los dos seres tiernos del primer cuadro se torna en un paisaje hostil, viaje maldito a la muerte, en “un paisaje sin posibilidad de amor/ni de ternura.” (Ferres, 2010:103).
Como escribe Benjamín Prado en su poema “Las calles de Copenague”: “No existen las ciudades/ pero existe una forma de mirarlas. (Prado, 2002:37). Y tu mirada sobre las ciudades, Antonio Ferres, tiene mucho de evocación, de instantánea fotográfica congelada de un tiempo que pasó, de descubrimiento de la belleza y del dolor, tuyo y de las gentes anónimas que recorren las calles de esas urbes. Eres, poeta, el portavoz de las ciudades surgidas de la miseria y la desesperación, quien recorre las calles de la soledad y del recuerdo de un tiempo más feliz, en estampas de luces cenitales, al final de caminos y en lugares frente al mar. Son las tuyas ciudades oceánicas, legendarias a veces, soñadas en otros poemas o ciudades frías, urbes de perdedores desorientados, pero, sobre todo, espacios en los que pese a todo, sientes y me haces sentir, querido poeta, “el lujo ardiente de la vida.” Me he sentido a veces un poco intrusa, como quien entra en la intimidad de otro, cuando leyendo París y otras ciudades encontradas me ha parecido que tus poemas eran a veces un monólogo, un ir y venir del pasado al presente, la reflexión de quien ha visto mucho, ha sentido mucho y ha vivido mucho. He recordado los versos de Luis García Montero en el poema “Las ciudades”: “Ocurre a cierta edad./Las ciudades enseñan un modo de hablar solo.”(García Montero, 2015:649).
Bibliografía
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Cano, Pedro (2006). Las ciudades invisibles. Consejería de Educación y Cultura Gobierno de Murcia.
Ferres, Antonio (1981). La piqueta. Madrid. Emiliano Escolar editor.
Ferres, Antonio (2010). París y otras ciudades encontradas. Madrid. Gadir.
Ferres, Antonio (2017). El color amaranto. Cuentos completos. Madrid. Gadir.
García Montero, Luis (2015). Poesía completa (1980-2015). Barcelona. Tusquets.
Gil de Biedma, Jaime (1993). Las personas del verbo. Barcelona. Seix Barral Biblioteca Breve.
Hierro, José (2003). Los poetas del 27 y mi generación. Madrid. FASPE.
Jiménez, Juan Ramón (1987). Antología poética, edición de Javier Blasco. Madrid, Cátedra.
Jiménez, Juan Ramón (1996). Poesía escogida II (1909-1913). Madrid, Visor.
Prado, Benjamín (2002). Ecuador. Poesía 1986-2001. Madrid. Ediciones Hiperión.
Raquel Gutierrez Sebastián
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