De abuelos y de señores en pijama

Pijama azul sin rayas. Pijama de morirse. De tela fina. Un azul desvaído. Con aquel rematito fino. Línea gruesa. En los puños. El cuello. Y la botonadura de la camisa. Azul marino. Azul de morirse. Dentro. Un puñado de huesos. Levemente parecidos. A mi abuelo.
Clementino. Como esas naranjas pequeñitas. Pero en masculino. Sonaba a hombre pequeño. Y era más alto que mi padre. Y mi padre era su hijo. Porque yo era su nieta. La única. Mi tío nunca tuvo descedencia. Y mis padres tampoco. Después de mí. Nieta y secretaria. Algo que me daba mucha rabia. Como decir palabras en inglés y alemán después de comer. Nunca entendí a mi abuelo. Era un señor extraño. Un tanto loco. Al que no recuerdo haberle dado un beso hasta los diez años. Al menos. Teniendo consciencia de lo que es dar un beso. Como para hacerlo un recuerdo.


Rehuía a mi abuelo. Aquel señor de trajes marrones holgados. Siempre un tanto desastrado. Siempre fuera de casa. Y cuando volvía. Había un paquete de chiquilín. O un bote de nocilla. O un billete de mil. Y yo lo cogía. Con desconfianza. Yo debía querer a un señor que me parecía eso, un señor. Abuelo era otra cosa. Era mi otro abuelo. Muerto siete años de nacer yo. Cuando mi madre era una niña. Cáncer de páncreas. En los setenta. Se fue todo el dinero familiar en un hospital privado de Santiago. Mi abuela casi se vuelve loca. Sin casi. Con dos niñas pequeñas.

Y seis años después. Una barriga. Y dentro. Algo que sería yo. Qué disgusto. Y nací. Y me contaban. Me explicaban. Que tenía un abuelo. Allí donde las estrellas. Muy bueno. Amante esposo. Recto padre. Pero amoroso. Con gusto por la fotografía. Pulcro y elegante. Seguidor de las buenas costumbres. Sonriente. Todas sus fotos lo demuestran. Y aquella gran historia de amor con mi abuela. Amor de abuelo era un puntito en el cielo. El de los trajes marrones era un señor. Distinto a todos los señores que yo conocía. Porque a mí me daba por conocer a señores y señoras cada día. En mi carrito. En mi sillita. Luego ya de la mano. Hablaba con todo el mundo. Y todo el mundo hablaba conmigo. No recuerdo hablar con mi abuelo. Desarrollé ser esquiva y temerosa con mi abuelo. Aunque siempre había un billete de mil. A veces de cinco mil. Una fortuna. Y cuando hice aquel trabajo de secretaria con la enciclopedia que me regaló. Hubo veinticinco mil. Tenía quince años. Como fardaba yo con la chupa de cuero roquera que compré con parte del dinero. Entre mi abuelo y yo. El silencio. Mi abuelo lo intentó toda su vida a su manera. Debió de intentarlo poco bien. Y yo fui una nieta bastante mal. A veces no sabemos ser para el otro. Entonces el pijama. Azul. Desvaído. Y aquel señor. Desvaído. Yo leyéndole las esquelas. Necesitaba saber quien iba muriendo antes que él, mientras él, resistía. Diez años. Libros de alimentación sana contra el cáncer.

Mucha fuerza de voluntad. Yo no lo supe. Hasta después. Le dieron dos años de vida. Duró diez. Y un pijama. Yo leyendo las esquelas. Un poco por obligación. Mirando aquellos huesos, cada vez más sin carne, sin piel. Cada vez menos señor. Cada vez más abuelo. Y aquel recipiente. Parecido a un tubo de escape. De plástico blanco. Que mi padre y mi tío le ponían para que hiciera pis en cama. Ya casi no se levantaba. Cada baldosa era un mundo. Un mundo arrastrando los pies. Dentro de sus zapatillas. Zapatillas llenas de un montón de huesos. Y espalda encorvada. Con tan poca carne ya ni se le veían las cicatrices de la metralla. Dedos seguían faltándole tres. También seguía el frasco de agua La Carmela sobre la repisa. A éso olía el señor. Y el pijama. Y lo azul, desde entonces. Huele un poco a éso. A agua la La Carmela. Con fijador. Estuvo peinado hasta la caja de madera barnizada. Sin flores. Sólo una rosa que mi madre quiso poner. Él no quería flores después del pijama. Era un sin sentido. Así fue la caja. El cortejo. Vacío. Con nosotros detrás. Y una rosa encima. Un único beso. Junto a la cruz. Sin flores. Pero un par de pétalos. Para no irse tan solo. Tan solo como yo le dejé irse.

Su única nieta. Su secretaria. Viendo entrar la caja en el hueco número dos del panteón del pueblo. Junto a los huesos de su madre. Mi bisabuela. La que se quedó ciega. La abuela María. Hay una foto de ella pelando patatas junto a la escalera de piedra. También hay fotos de mi abuelo el señor. Mi abuelo siempre sale de perfil. Como mirando a lontananza. Como esperando ver llegar a alguien. Ese alguien llegó. Por el aniversario. Cabodano le decimos en Galicia. Se conmemora un año de la muerte de alguien. Hay una misa. Se llevan flores. Así que fuimos. A la iglesia del pueblo. Me senté delante de todos. No sé por qué. Todos detrás. Yo delante. Y no recé. No creo. Ni tengo fe. Al menos. Ni creo. Ni tengo fe. En lo que creeen, y profesan las iglesias. Así que agaché la cabeza. Miré mis rodillas. Y me puse a llorar. Me puse a llorar de tal manera. Que mi abuela se asustó. Qué le pasa a la niña. Qué pasa filliña. El abuelo. Éso me pasaba. El abuelo. Y el pijama de rayas. Y se había ido el señor. Y había llegado una pena muy grande. Una pensa inmensa. De haber querido tanto a un puntito en el cielo. De no haber intentado querer nada a un señor que estaba. Tan cerca. Tan lejos. Que no supismos tocarnos ninguno de los dos. Ni entendernos. Ahora tenía diecisiete. Y echaba de menos a Clembarry. Con su nombre. La placa se había puesto en la oficina. Porque sonaba anglosajón. Y mi abuelo tenía devoción por lo extranjero. Era novedoso, culto y moderno. Y mi abuelo quería ser así. Y quería ser mi abuelo. Y se murió siendo un señor. Y yo me morí un poco ese año después. Me morí llena de lágrimas. Me morí de pena.

Me morí de cobardía. Me morí de nieta. Fue insoportable. Lo fue durante algún tiempo. Durante otro mucho. Deseé. Como sigo deseando ahora. Poder sentarme. Charlar con el pijama. Mirarle a los ojos. Besarlo. Llenarlo de amor. De ese amor que puede más que la comprensión. Y prenguntarle. De donde venimos. Cómo eres. Por qué eres. Por qué me quieres. Enséñame a quererte. Enséñame a besarte. Quiero ser tu nieta. Y han pasado casi treinta años. Que es el tiempo. Que plancha las arrugas de un pija azul. Y hace desaparecer a un señor. Y me hace escribir oliendo a agua La Carmela. Mientras siento. Que quiero a mi abuelo. Y de alguna forma. Él ya lo sabía. Como rascaba su último beso. La siguiente vez que lo afeitaron ya era otra vez en traje. Para exponerlo en pompas. Hoy te afeitaría yo. Todavía conservamos tu brocha. En un cajón. Y dentro de mí. Te conservo yo. No te perderás. Ya nos queremos.

Eva Barreiro Díaz

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