DISCURSO DE INAUGURACIÓN OFICIAL DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA SAIZ VIADERO EN PENILLA DE TORANZO (CANTABRIA)

Queridos amigos y amigas, convecinos y convecinas del lugar de Penilla de Toranzo. Gracias por vuestra presencia en este acto y un recuerdo agradecido, también, para quienes desde diversos lugares del mundo y no pudiendo estar presentes han tenido la gentileza de enviar mensajes de adhesión y afecto.

Han transcurrido seis décadas desde el momento en que comencé a frecuentar la sala de lectura de la Biblioteca Municipal de Santander, entrando de esa manera en una especie de edad adulta literaria destinada a rubricar mis etapas anteriores como ávido lector de los numerosos volúmenes jibarizados que componían la Enciclopedia Pulga, y anteriormente en calidad de glotón degustador infantil de aquellos chistes (así se llamaba entonces a los actualmente conocidos como comics) cuyos protagonistas iban desde El Guerrero del Antifaz de la Edad Media española hasta el intrépido limpiabotas llamado Suchai que deambulaba entre las ruinas de una Roma recién liberada por las tropas aliadas. Era, en fin, el remate de un afán por la lectura que había iniciado a partir de mis escasos tres años y con una colección de los cromos que recreaban las aventuras de Robín de los Bosques, según la versión cinematográfica protagonizada por de Errol Flynn.

Mi pasión por la lectura fue tan incipiente e intensa como la manifestada por Eulalio Ferrer, aunque, sin llegar a sus extremos: cuando él era capaz de sumergirse en una literatura tan abstrusa como es la contenida en los prospectos farmacéuticos, yo trataba anualmente de encontrar alguna novedad en los cada vez más gruesos volúmenes que comprendían nuestra guía telefónica.  Una afición complementaria basada en relacionar los nombres y las cifras, las letras y la numerología como primer ensayo mnemotécnico que posteriormente tan bien me ha venido para mi actividad como charlista e investigador.

Si durante el transcurso de aquella primera andadura entre las salas de los libros y los pasos prohibidos -siempre a la sombra del nombre venerado de don Marcelino Menéndez Pelayo-, alguno de sus adustos vigilantes me hubiera advertido acerca del peligro que podía correr frecuentando determinadas lecturas que no podían ponerse al alcance de mi vista, y de que, de insistir en mi terquedad, andando el tiempo bien o mal podría acabar prestando mi nombre para encabezar la denominación de una Biblioteca Pública, hubiera pensado que aquel hombre, abducido por su circunstancia concreta había llegado a adquirir la enfermedad de la locura atribuida al Quijote cervantino por perderse entre lecturas tan múltiples como de otros tiempos.

En este paseo nostálgico por mi prehistoria literaria no puedo dejar de citar dos nombres femeninos cuya ayuda para franquear las puertas de la literatura fue decisiva: Carmina Castanedo, mi maestra de primaria, que me empujó por la senda de la escritura mediante sus cotidianos dictados de pasajes del Quijote alternados con textos de Miranda Podadera, y la profesora Rosario Velasco cuando puso a mi alcance los volúmenes de Julio Verne y Alejandro Dumas, por citar solamente dos autores de obras tan apasionantes para la edad adolescente. Y, además, de mi madre Agustina Viadero heredé la costumbre un tanto maniática de leer el periódico de cabo a rabo; o sea: de las esquelas a los anuncios por palabras.

Con este ligero pero firme bagaje, en el mundo de los libros he hecho de todo, o casi de todo. He sido vendedor a domicilio, librero y distribuidor de publicaciones prohibidas, corrector de estilo y de pruebas, editor, recopilador compilador y  antólogo de centones, ratón de biblioteca, jurado y autor –solo o en compañía de otr@s- de alrededor de un par de centenares de títulos. He sido también profesor de la tercera edad, además de creador de cineclubs infantiles y de los otros, e incluso he ejercido de negro; no un negro al estilo de los muchos que prestaron sus servicios a Alejandro Dumas o Víctor Hugo, sino que he llegado a ser negro de un negro de raza; o sea: escribir para un futbolista africano. ¡Chúpate esa, Pepe Hierro, cuando presumías de haber sido negro de fray Justo Pérez de Urbel, en su día abad mitrado de la Basílica del Valle de los Caídos!

Desde diferentes instancias he tenido ocasión de participar en la creación y organización de diversas bibliotecas y tal era mi obsesión al respecto que recuerdo que cuando llegué al valle de Toranzo el primer saludo casual a un alcalde de la zona fue acompañado de la propuesta de creación de una biblioteca en su municipio, recibiendo la respuesta ilustrada de: “Para qué, si no va a ir nadie”. Con un “Desde luego, si no hay biblioteca no irá nadie”, dejé zanjada la cuestión. Y hasta hoy.

Pero ahí quedó el gusanillo de poner al alcance de los posibles lectores y lectoras los libros de mi biblioteca personal, la cual, sin ser yo un empedernido bibliófilo, en la actualidad ha alcanzado la cifra de siete mil volúmenes y sigue aumentando. Este crecimiento imparable fue una de las razones que en su día nos movieron a Vera y a mí a tomar la decisión de cambiar nuestro cómodo y céntrico ático santanderino de cien metros cuadrados por la ocupación de una casa de nueva planta en Penilla de Toranzo, cuyos doscientos metros siempre se sienten amenazados de una latente asfixia ocupacional propiciada por los libros repartidos por toda la casa, a riesgo de encontrarme en el mismo caso de Silvestre Paradox -bibliófilo inventado por Pío Baroja-, quien ante una situación muy similar a ésta de overbooking (nunca mejor empleado el término), decidió clausurar la puerta de su biblioteca y abrir un montante superior por donde lanzar los libros al interior de la habitación.

Por este y otros motivos muy parecidos, cuando Milagros Ruiz Pacheco, a la sazón alcaldesa pedánea de Pando-Penilla, vio la posibilidad de poner en marcha una biblioteca en este último pueblo, sentí una doble satisfacción. Primero, porque la creación de cualquier centro de lectura siempre supone un avance en la lucha contra la falta de conocimiento cultural; segundo, y más personal, porque así encontraba un lugar donde ir depositando aquellos volúmenes de mi biblioteca personal que no necesitara para mi trabajo, sin tener que recurrir al llamémoslo método Paradox, farragoso pero mucho más inocuo que los drásticos procedimientos utilizados por el detective Carvalho, de Vázquez Montalbán, o por el propio Paco Umbral, para deshacerse de los libros.

El resultado obtenido, después de muchas gestiones y del trabajo infatigable de José Luis González Pelayo, lo tenemos hoy ante nuestra vista: una biblioteca bien provista de ejemplares y documentos, que muy en breve mejorará merced al concurso de quienes deseamos que este proyecto se convierta en una realidad para mejor uso y mayor disfrute de las generaciones presentes y las del futuro.

Gracias a este tipo de trabajos como el que hoy aquí se materializa nuestra sociedad no tendrá que recurrir a un recurso como el descrito por Ray Bradbury en su novela de anticipación catastrofista Fahrenheit 451, en la cual sus personajes se veían obligados a aprenderse de memoria los contenidos de los libros en trance de desaparición: una persona, un libro viviente; la memoria, objeto de supervivencia intelectual.

Estoy muy agradecido a la Junta Vecinal Pando-Penilla y al Ayuntamiento del municipio de Santiurde de Toranzo por la decisión adoptada de dar mi nombre a esta Biblioteca Pública que ahora inicia su andadura. Tengo la satisfacción personal de poder añadir esta nueva muestra de afecto a los diversos reconocimientos y homenajes que en el transcurso de los últimos tiempos se me han prodigado excesivamente, sin para ello haber tenido que pasar por el siempre doloroso e irreversible trance del fallecimiento. Desde antiguo he procurado seguir el consejo divulgado por Winston Churchill: “No pidas nada, no rechaces nada”, y este acto que hoy celebramos modestamente forma parte de una filosofía discretamente asimilada.

A lo largo de mi vida literaria me he ocupado, sin poseer mayores títulos para ello, en cumplir la función de periodista, plumilla o juntaletras, escritor, historiador, cronista, investigador y recopilador de realidades, inventor de palabras si hace el caso (como aquel personajes interpretado por Cela en su obra La colmena), transmisor de ficciones y escribidor como era el ser un día fascinado por la tía Julia del peruano Vargas Llosa; por cierto, poseedor de dos apellidos dotados de resonancias geográficas tan próximas al lugar en que nos encontramos.

Pero, más allá de todas esas facetas de mi personalidad llamémosla literaria, tendría que destacar una que me obliga a parafrasear al Neruda del barco Winnipeg: la que más me importa, la que más me llena, es haber estado siempre dispuesto a responder a las consultas que desde todos los lugares del mundo se me han hecho llegar, haber satisfecho las dudas de tantas personas, haber colaborado en proyectos de muchas otras, haber contribuido a la realización de artículos, estudios, memorias, tesis y tesinas para quienes en algún momento me lo han solicitado. Afortunadamente, a la vista de la devaluación recientemente demostrada, nunca nadie me pidió ayuda para la fabricación de un máster.

Termino: A estas alturas de mi vida, situado ya en ese tramo que Baroja denominó la última vuelta del camino, me gustaría seguir encontrándome con las suficientes fuerzas -si no físicas, sí al menos intelectuales-, para continuar poniendo mis modestos conocimientos y, sobre todo, mi más desarrollada experiencia, al servicio de quienes más lo necesiten y lo demanden, disfrutando de esa manera del virus benigno que un día me fuera inoculado por mi añorado amigo y, por tantas cosas maestro, Eulalio Ferrer: el placer de compartir.

Y, en cualquier caso, cuando llegue el momento, deberé estar presto a recordar las palabras postreras de Don Marcelino: “qué lástima morirse cuando queda tanto por leer”, transformadas en el deseo de que su seguro servidor, este modesto escribidor que ahora os habla, pueda al fin reflexionar lamentando “morirse cuando queda tanto por escribir”.

El mundo de la lectura y la escritura están estrechamente relacionados, pero a veces los caminos de partida y de llegada aparecen  inescrutables, como intentaba demostrar quien un día escribió que la gran capacidad y voracidad lectoras del autor de la Historia de los heterodoxos españoles andaban muy firmemente sustentadas en el pertinaz estreñimiento que de por vida acompañó al erudito santanderino. Los reveses y también las incongruencias del camino hicieron que don Marcelino –como don Benito Pérez Galdós– nunca recibiera el Premio Nobel de Literatura, galardón que muchos años más tarde le fue concedido a Mario Vargas Llosa.

Muchas gracias a todas y a todos por vuestra presencia. Sería muy del agrado de la organización de este modesto evento que colaborarais en su prosperidad con la aportación de vuestras iniciativas para su mejor funcionamiento, así como de los libros que estiméis y cualquier otra manifestación gráfica o documental que consideréis oportuno deban ser aportados a sus fondos. Si son de propia autoría y están dedicados a la nueva biblioteca, mejor que mejor.

R. Saiz Viadero

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre J. Ramón Saiz Viadero 34 artículos
Escritor, historiador, periodista, conferenciante. Especialista en historia de Cantabria y del cine español. Ha sido asesor cultural del Ayuntamiento de Santander, y concejal en las primeras elecciones municipales.

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