Tarde de domingo

Caía la tarde con fútil banalidad, el sol parpadeaba casi sin fuerza tras los vidrios de la ventana que añeja protegía apenas del exterior. Un suave manto de incertidumbre empuja a mirar lo que hay afuera, a contemplar desde el salón, la calle que taciturna se va colmando de paseantes lánguidos, que caminan en pos de no se sabe bien que dimensión. La tarde estrecha el ánimo, ya no quedan ni ganas de leer. Las gafas reposan silenciosas sobre el libro abierto; en la página doscientos veintidós, se quedaron los ojos prendidos. No  siente el gusto de continuar el lento caminar de aquella historia que empezada el viernes por la noche, prometía felicidad y hacer del tiempo un cálido fluir de sensaciones.

Manuela Arce, contempla la espesura tras la ventana: “mañana es posible que llueva”, se dice con voz muy queda, sin que nadie la escuche, levanta los ojos, mira al cielo, que encapotado va escarchándose de nubes, trotonas y panzudas que caminan por él. “Sí, es posible que llueva”.

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Volvió los ojos a la calle descolgándolos suavemente; se le quedaron prendidos de una pareja que camina de la mano mientras un leve farfulleo de palabras ilegibles y alegres les precedía, arrullando el paso de los extraños caminantes. Manuela los siguió con la mirada mientras la mente se le iba muy lejos, justa hasta  el tiempo en que  ella, briosa y elegante, caminaba también atada a una mano que la guiaba por la calle. Él estaba aún. Quieto, centrado en ella.

Entonces el sol no se ponía, los días duraban eternamente, la piel se erizaba con premura y las horas se volatilizaban raudas. Él estaba con ella. La esperaba de noche y de día con la llama encendida de sus ojos que no se apagaba más que cuando el sueño los cerraba. Ambos se sentían al amparo del dolor y del miedo. Él vivía con ella. Apresaba su cuerpo en mil razones para no abandonar el lecho cálido, para no dejar que el tiempo se perdiera sin ser uno, sin atarse a los nudos de una pasión que les llevara de la mano hacia el cielo, y los soltara allí, muy despacio, apenas mecidos por el tiempo que se detenía a escuchar sus 734458_542473482463946_561879109_npalabras, sus risas y sus voces. Él dormía y despertaba con ella, le hacía compañía,  mecía  su  alma, mientras los días pasaban casi enteros y la vida conducía a un aquelarre de pasiones, de sensaciones varias. Él  no se había ido.

En cambio ahora contempla a los andantes desde la atalaya de un ventana solitaria mientras mece el gris cabello con la destreza de un gesto programado. Se deja llevar de la mano de una nostalgia apretada, dolida, tenebrosa, tras la vida; siempre detrás del cristal de la ventana, contemplando como los otros caminan, ríen, lloran, mientras ella se queda a la espera que todo vuelva a ser como antes. Que él vuelva con su maleta llena de vivencias y de olvidos y se quede con ella.

María Toca

 

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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