Me gusta meditar las cosas, las que me preocupan, las que me incomodan, las que me enojan, las que me decepcionan, las que me emocionan, las que me divierten, las que me hieren…
Hoy le ha tocado el turno a las que me hieren.
Es un dolor antiguo, hondo, asimilado, fosilizado, que ya no produce lágrimas ni enojo, que ya no exhala rabia, ni un sentir de que algo no es justo, ni tiene el porqué existir una única verdad.
Desde que nací he estado siendo bombardeada casi a diario por mi pobre madre, que en su naturaleza de no tener filtros anclados entre los dientes, ni riendas que pudieran frenar con un sonoro “sooo” a su lengua, me anduvo recordando día si, noche también, que no me podía cortar el pelo porque ese corte solo le sentaba bien a las guapas, que qué pena de ojos tienes, chiquititos y sin luz, con lo bonitos y brillantes que los tiene tu hermano, que qué guapo era tu padre de joven y qué feo se ha hecho de mayor, por cierto, te pareces a tu padre de viejo.
La última ayer mismo en su casa, “he encontrado los dientes de leche en dos cajitas de tu hermano y de ti y qué llamativo, los dientes de tu hermano súper bonitos y proporcionados y los tuyos súper pequeñajos y feos”, así, sin más, sin haberle pedido opinión, ni venir a cuento.
Crecí con esa gravedad de cicatrices que no entiendes porqué te las hace la persona que, se presupone, más bonita ha de verte.
Y pese a todas las circunstancias que podrían haber hecho de mí una persona insegura y acomplejada, resultó que fui siempre una niña rebelde, con el absoluto convencimiento de que era más fea que un boniato, pero tan asumido y aceptado que caminaba por la vida con el ímpetu de que bueno, para gustos, colores.
Y la vida, con sus miles de ramificaciones, me lo confirmó.
Aún con esa fuerza y con breves constataciones de que para gustos, colores, curiosamente, salvo en dos ocasiones en toda mi vida amorosa, en las cuatro restantes sucedió que acepté con absoluta normalidad que la persona que tuviera al lado no me viera bonita, que me eligiera por otros atributos pero no estuviera entre los elegidos el que me sintiera guapa a sus ojos. Y eso dolía, dolía infinito.
Porque cuando pensamos que alguien nos quiere, además de por ser unas excelentes personas, en el plano personal, nos gusta que también nos quieran por ser bellos a sus ojos, que de pronto, esa singularidad nuestra nos haga únicas y por tanto, nos de más valor.
Porque los atributos de la personalidad se pueden aprender.
Uno puede aprender a ser más empático, puedes aprender a ser más ordenado, puedes aprender a ser más detallista, puedes aprender a ser más honesto, más sincero, más currante, menos ansioso, más tolerante, menos miedoso, más divertido, menos ruidoso, más comprensivo.
Menos, más y así hasta el infinito con tesón y voluntad pero ¿y a ser bello a sus ojos? ¿Cómo vas a modificar tu rostro, tus piernas, tus pechos?
¿Jugando a ser Frankestein?
Soy consciente de que hay heridas que aunque nunca hayan supurado, en la vida han llegado a sanar. Por profundas, por inaccesibles, por estar tan incustradas en mi psique que se hacen tan difíciles de extirpar como lo haría el alma en caso de que existiera.
No soy fea, solo soy guapa a ojos de quien por sus experiencias personales han generado un perfil que es el que les resulta más atractivo, coincida o no con los cánones establecidos por la sociedad actual.
Soy un color, como los cientos (ignoro si miles) de combinaciones viables o factibles.
El fallo fue no encontrar nunca a aquel ante cuyos ojos mi color fuera lo suficientemente próximo a su ideal de bello, para, por fin, sentirme, por una vez, singular y única.
Valenia Gil
Terrible pero real.A veces las mujeres somos leonas contra nosotras.