El Barrio

Le sorprendió desde el principio el silencio. Era un barrio céntrico, amurallado por un contorno de valla pedregosa coronada por helechos que trepaban por una tela metálica. Aislado del exterior, impidiendo que miradas obscenas contemplaran el discurrir diario de unas viviendas humildes pero dignas. Le gustó el barrio. Cubría todas sus expectativas con creces: intimo, céntrico, tranquilo, a solo diez minutos andando del trabajo, con el mercado cerca, parking al lado, unos destartalados árboles sombreándole, alguna flor descarada entre ellos poniendo la nota de color, unos deslavazados bancos y alguna papelera , maltrecha por el tiempo y la falta de uso, completaban el paisaje.

 

Cuando el agente inmobiliario se lo mostró y le cuantificó las condiciones, pensó que bromeaba. Se ajustaba a su precario presupuesto, es más, lo mejoraba. Elisa, no se lo pensó, en cuanto constató que iba en serio, decidió cerrar el trato.

No le sorprendió demasiado el aspecto encenizado del agente, su sonrisa cuarteada de  labios resecos y una mirada torva que le huía la suya. Se trataba de un mero trámite, apenas se fijó en los ojos acristalados y purpúreos del tipo. Firmó, entregó la señal, le dieron las llaves y corrió a tomar posesión de su nueva vivienda, con el estupor de algo inmerecido.

 

Los primeros días, mantuvo el nivel de satisfacción.  Volvía del trabajo caminando despacio, recreándose en el paseo, sintiendo la alegría de contar con un lugar a donde volver. Un nido, pequeño, cómodo, donde las ventanas le asomaban a una bahía inmensa, desde donde contemplaba, casi como un milagro, amanecer.

Los barcos entraban al puerto bajo el suave piar de las gaviotas hambrientas que se posaban en los alfeizares y la miraban de lejos.  Todas las noches, al acabar la jornada, caminaba despacio, saboreando el momento de llegar, enfilar la escalinata , abrir el silente portal, voltear su puerta, ponerse el pijama y sestear frente a la televisión con la cena en una bandeja. Luego, cuando el sueño invadía sus ojos, caminaba hasta el lecho, con la consabida taza de Cola-Cao, para dejarse en él, el cansancio y los sueños concebidos y a punto de cumplirse.

Todo iba bien. Su trabajo, su vida. Por fin se sentía encauzada en los límites de una normalidad, después del incierto vaivén de los últimos años. Le gustaba la ciudad de Villamar. Le gustaba por lo manejable, lo precario de sus calles angostas, serpenteantes, que ineludiblemente llegaban hasta el mar. Le gustaba abrir la ventana por la mañana y recibir el aroma de yodo, de  yerba,  humedad y  tedio. Le complacía sentir los sonidos de una ciudad que despertaba tarde. Se regodeaba en la calma, cansada  del  Madrid profuso del que huyó poco antes. Llegaría a amar a esta ciudad, que no siendo la suya, había sido adoptado por decisión propia.

Por eso, dilataba con pasos lentos y concisos su vuelta a casa cada día, deleitándose en la paz conseguida después de  tiempo vagando en busca de acomodo.

Pasaron meses antes de que una incierta desazón la embargara. Lentamente, al salir a la calle, notaba como una comezón, un desasosiego que a poco de comenzar a andar  la incomodaba sin entender el porqué .

 

Comenzó a ir en coche a su trabajo. Dejó los paseos para ocasión propicia;  olvidó el placer de los primeros días. Al poco, su mirada se tornó torva, expectante. No cejaba de observar a derecha e izquierda en cuanto ponía los pies fuera del portal.

 

Nadie. Nunca se topó con nadie. Ni un vecino, ni un niño, ni un perro. Nada. Con el silencio como fiel compañero de aquella barriada, que debiera estar llena de gente debido a su cómodo emplazamiento. Y de golpe, una noche, soñó con los ojos moteados de mica, ensimismados de frío y humedad del agente inmobiliario. Le vio con la sonrisa torva que, contemplada entre las nubes del sueño, mostraba las fauces de una iniquidad apenas percibida cuando le conoció. Al despertar, un sudor frío vestía su piel, mientras una garra de miedo asolaba la garganta.

 

Cada día observaba con la cautela que el miedo inspira,  todas las esquinas que circundaban el barrio, auscultaba con  ojos inquietos las sombras que se le antojaban moviéndose entre la arboleda, trepando por los muros. Sentía, como reales, unos ojos inmensos contemplándola mientras caciqueaba por la casa. Tomó la decisión de cerrar las persianas, atenazarse a cal y canto dentro del recinto preciso de su vivienda. Ella, que valoraba el sol, las vistas y la bahía, más que cualquier otra cosa, se encerró tras los muros, en perpetua oscuridad y celo ante lo exterior.

Salía apresurada, corría hasta alcanzar el coche, ante el miedo impreciso de sentirse vigilada y cubierta por una red de espesura atinada.

 

Decidió investigar. Con un arranque de súbito valor, se dispuso un día a llamar a otras puertas. El silencio absoluto fue la respuesta a sus timbrazos, luego a los golpes asustados. Visitó todos los portales, forzó, con artimañas de experta las puertas de alguna vivienda. Nada, solitarias estancias la recibieron, mientras un frío gélido se aposentaba en las alcobas vacías. De camino  a  casa,  resolvió buscar al día siguiente una nueva vivienda. Con el paso seguro de las decisiones precisas, caminó hasta su puerta.

No la sintió hasta que tuvo la llave dando vuelta en la cerradura del portal. El aleteo suave le volteó el pelo, un aliento preciso le sobrecogió el rostro. Luego la vio. Sintió el vuelo ambiguo  de alas que se acercaban, con enhiestos picos amarillos, grandes, gordas, con los ojos vacíos y piando salvajes. Una bandada de ellas salió de los rincones volteando en círculo sobre ella. Intentó, apresurada, dar vuelta a la llave que se mostró remisa, atascada a sus deseos. Se dio cuenta que era tarde para todo.

Entendió entonces por qué el barrio se llamaba: Las gaviotas hambrientas.

Texto: #MariaToca

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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