Mi amiga Susana Fraile dice que los besos robados son los que mejor saben. No estoy seguro porque yo lo único que he birlado ha sido ceniceros de sitios importantes para enseñarlos luego en mi pueblo y presumir. Sé que se puede besar sin amor pero no sin ganas. Y que no me acuerdo del primer beso ni del primer eso, como le dije una tarde a Paloma Corrales, inmensa poeta en su Mediterráneo. A Paloma le nació el estupor.
Lo mismo que a mí la intriga cuando en la presentación de un libro mío dije que nunca había olvidado el olor de una piel y el sabor de un beso, pero que no podía asegurar quien es quién en ese alarde de candente memoria. Porque observé que todas las mujeres se pusieron serias y los hombres ni fu ni fa. Está claro que por entonces ya se me había agudizado la patología del desbarramiento.
El próximo 13 de abril se celebra el día internacional del beso. No hay día en que no se celebre algo, con lo necesario que es pasar un tiempo en blanco, sin prisas ni ansias, ni compromisos atentos salvo con los hilillos clandestinos de los recuerdos más dulces que has vivido y sólo tú sabes.
Esto nos remite a un racimo de besos que perduran fuera de las enciclopedias y viven en el el territorio goloso de quien fue muy besucón y de vocación temprana. Que si el beso en Mesopotamia hace 4.500 años, que si la arcilla babilónica de una pareja desnuda abrazándose en la cama por las mismas fechas (fascinante la fogosidad de ella enroscando su muslo izquierdo en la cadera de él), que si la orgía de besos a que se entregaban los Vedas indios, que si otro placer sexual indio recogido en el Kama Sutra besos incluidos, qué sé yo. Hasta hay primatólogos asegurando que los bonobos copulan cara a cara » mientras se dan intensos besos con lengua». Ya me gustaría a mí ser bonobo, por aquello de «no hables, sólo besa». Y aquí estoy hablando más que Julieta Venegas.
Sí tengo presentes algunos besos de otros, como el de Greta Zimmer y George Mendonsa al final de la II Guerra Mundial, el marinero que le robó un beso a la enfermera. Y que a ella le supo muy bien por lo que se ve en esa foto que hizo Alfred Eisenstaedt en Times Square cuando ni tú ni yo habíamos nacido. O el beso de tornillo a la rusa de Brezhnev y Honecker antes de la caída de aquel comunismo a su manera. Ese me da yuyu.
Mira, Susana: un beso tapa muchas bocas. Y muchos oídos. Y muchos periódicos, radios y teles. Un beso vuelve a los tertulianos mudos y a los avispados, ciegos. El beso de Rubiales ha resultado una parábola silenciando cinco años de presunta corrupción, lo mismo que el matonismo de MAR o el chotis perplejo y ridículo de un alcalde amortigua la voz en torno a la presidenta de Madrid y sus parientes.
Ahora que está casi tan muerta como aquella Inés de Castro que Luis Vélez de Guevara elevó a los altares literarios, olé por esa otra Inés Arrimadas que se ha besado a plena luz de multitudes con su nuevo novio delante de los legionarios y del Cristo de la Buena Muerte. Anímate, Inés, después de la política siempre tendrás el bonobismo.
Voy a ponerme ahora mismo La leyenda del beso, de Soutullo y Vert. Y a tí, Susana, te mando un beso como desagravio al ladrillo loquero.
Valentín Martín.
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