¿Qué es la historia? Ésa es la pregunta que, en mi Facultad, nos hacemos a comienzo del curso. ¿Es una pregunta retórica?
No. Es una cuestión que, creo, todos los profesores que impartimos esta materia nos formulamos al iniciar las clases.
La pregunta es productiva porque nos obliga a reflexionar y a ver qué impacto tiene lo que estudiamos y lo que transmitimos.
Por ejemplo, estoy leyendo con delectación ‘Una violencia indómita. El siglo XX europeo’ (2020), de Julián Casanova. Con delectación y horror.
Casanova atrapa al lector y le hace ver la importancia del pasado: más precisamente, le hace ver la utilidad del conocimiento del pasado.
La historia es una disciplina y de eso da cuenta Casanova. Vayamos a esta palabra, muchas veces empleada en la vida corriente y en el mundo académico.
¿Qué es una disciplina? Es un repertorio de conocimientos congruentes, relacionados entre sí, vinculados coherentemente con el fin de cubrir un conjunto de saberes teóricos y prácticos.
Una disciplina sirve para sintetizar saberes adquiridos y datos ya sopesados. No es asunto de advenedizos. La historia es una profesión con distintas funciones sociales.
Por ejemplo, saber por qué una parte de los alemanes abrazaron el nazismo es conocimiento que viste mucho, al menos entre ciertos eruditos que atesoran detalles, miles de datos, del pasado de la Humanidad.
Ahora bien, los alemanes que apoyaron el hitlerismo no son cosa actual. Son hechos del pasado reciente o remoto, hechos superados y que, de entrada, poco tienen que ver con el presente de nuestros días.
Saber eso, pues, parece algo inútil, por lo menos en un sentido práctico inmediato. Al fin y al cabo, disponer de esos datos —saber eso, insisto— no resuelve problemas del presente.
¿Es así? La historia es algo más que esto, algo más que un saber vistoso que luce en ambientes o conversaciones de gentes cultivadas, gentes que rivalizan entre sí por ostentación, por pedantería o por esnobismo.
La historia es materia cuya averiguación nos urge. A mí también me urge. Y esa premura se aprecia en los libros de Casanova, en esas síntesis de largo alcance, en esos ensayos de peso de los que es capaz.
Aparte de las investigaciones académicas de alto nivel, que nos proporcionan caudales de conocimientos del pasado, quien investiga y difunde, quien averigua y transmite, ayuda a la Humanidad.
Ayuda a plantear cuestiones actuales que nos conciernen y auxilia de distintas maneras para así resolver problemas prácticos.
Nos interesa saber cómo era el Tercer Reich, cómo se crea, se legitima y se fundamenta esa dictadura.
Nos urge averiguar cuál era la naturaleza totalitaria de su poder, cómo organizaba la propaganda.
Nos interesa saber cómo movilizaba a las masas creando consensos y reprimiendo o exterminando a los opuestos o a los tipificados como hostiles u enemigos.
Del conocimiento de los nazis del siglo XX, y de otros grupos totalitarios del Novecientos, aprendemos, extraemos lecciones prácticas actuales.
Son ejemplos del pasado con los que podemos —nos podemos— comparar.
Podemos comparar lo que hoy nos pasa, sabiendo que lo que en el presente ocurre es siempre algo distinto, pues los contextos de esos fenómenos históricos son diferentes.
La historia es, pues, un saber útil. Acépteseme esto. Ahora bien, si la cotejamos con otras disciplinas y profesiones, de entrada la historia no es tan productiva ni proporciona recursos tan inmediatos y prácticos.
Por ejemplo, no es ciencia instrumental o de laboratorio, al menos si la comparamos con el conocimiento aplicado del virólogo y del epidemiólogo. Éstos se aplican a resolver problemas prácticos de la máxima prioridad.
Por otra parte, la historia, frente a la ingeniería o la fontanería, frente a la medicina o la carpintería, es menos operativa o es menos inmediatamente operativa.
Un error de ingeniería hace que un puente se derrumbe, un error en cirugía puede costar una vida, un mueble mal resuelto cojea, etcétera.
De entrada, un error de apreciación histórica no provoca grave descalabro. O sí, nos advierte Casanova, pues los errores y las falsedades tienen consecuencias si son creídos y aceptados por multitudes.
Pero de esto ya hablaremos en otra ocasión.
Los resultados de la historia son siempre falibles, aproximados y son, a la vez, materia de discusión.
Son tentativos, provisionales, inciertos y modificables según las preguntas formuladas, según los puntos de vista adoptados, según los métodos utilizados y según las fuentes documentales empleadas para obtener información.
No hay un único paradigma que a todos nos obligue a investigar bajo los mismos supuestos o procedimientos. ¿Eso significa que no hay consensos historiográficos?
No, no significa eso. Casanova, sin ir más lejos, sigue supuestos comunes, se vale de procedimientos ya probados y acepta consensos que le obligan.
Sin duda, entre los historiadores hay muchas cosas compartidas, que son fruto de esa carrera estudiada, de esa disciplina, de la profesión que desarrollan. El saber en parte acumulado nos es común.
En historia no puede decirse cualquier cosa y Casanova no lo dice de cualquier manera. Aunque los historiadores discutan frecuente y abundantemente hay muchas evidencias compartidas, criterios que no podemos saltarnos, reglas que a todos nos obligan.
Pero los historiadores no somos como los físicos, que están trabajando bajo el mismo paradigma, bajo un mismo y único programa de investigación.
¿Eso significa que la ‘frase’ histórica —el enunciado que el historiador puede pronunciar— es inconsistente o idéntica al de un desinformado?
¿Eso significa que lo que diga un ciudadano corriente tiene el mismo valor que lo que sostenga quien investiga y se somete a la disciplina común?
No, por supuesto que no.
Lo que hacen y lo que dicen los historiadores, como prueba Casanova en ‘Una violencia indómita’, es fruto del método, de los procedimientos, de esa disciplina, de la investigación, de la experiencia comparada y compartida. No vale cualquier cosa que podamos decir del pasado.
Para afirmar algo fundamentado y sensato de la experiencias pretéritas, sobre todo si hablamos del horror y de la violencia, hay que documentarse.
Esto es, hay que dedicar muchas horas, días, semanas, etcétera, con el propósito de plantear las preguntas pertinentes.
Y con el fin de descubrir lo desconocido, y con el objetivo de confirmar o desmentir lo que otros historiadores pudieron averiguar antes de que nosotros intentáramos saber.
De acuerdo —podemos admitir—, para saber del pasado hay que dedicar mucho esfuerzo. Imaginemos que dicha tarea ya la hemos realizado. Casanova nos ha ayudado, pues.
¿Eso que ahora sabemos del pasado, de un ejemplo pretérito, sirve para aclarar de manera indiscutible lo que ahora nos pasa? ¿O para tomar decisiones inapelables?
Si Casanova habla de la violencia del Novecientos, eso nos servirá ahora, ¿no es cierto?
Digámoslo de una vez: la historia no se repite. No repitamos, pues, este tópico tan reiterado. No hay circunstancias equivalentes, no hay situaciones idénticas, no hay contextos iguales.
Por tanto, en conclusión, la historia principalmente nos sirve de ilustración y ejemplo, pero no liquida y soluciona nuestros problemas actuales.
Los hechos y los procesos son siempre distintos y quienes emprenden actos o eligen ahora lo hacen bajo circunstancias y presiones diversas.
Eso sí, entre los hechos y los procesos pasados y presentes, podemos establecer analogías, semejanzas, y diferencias: podemos comparar.
Y los populismos, los autoritarismos, los totalitarismos se semejan… Por ello, ante cuestiones de hoy, es utilísimo saber qué hicieron los antepasados con problemas semejantes a los nuestros.
¿Acaso porque lo hecho tiempo atrás sirve por fuerza como solución? No, pero de los aciertos y errores de los antecesores aprendemos tentativamente.
El motivo explícito o implícito que hay siempre detrás de la investigación histórica es ése: el de la comparación. Y ello se aprecia en este y en tantos volúmenes de Casanova.
Entre acontecimientos distantes y entre contextos distintos, siempre hay rasgos, actos, conductas o resultados que los hacen cotejables y, por ello, de la comparación extraemos lección.
Pero el pasado, remoto o reciente, no existe.
De ese tiempo ya concluido quedan restos materiales o inmateriales. La historia trata del pasado y ese pasado es lo que ya no está.
Si esto es así inapelablemente, ¿entonces para qué estudiar o investigar lo pretérito, si eso no forma parte de nuestro presente?
Insisto: pues porque de la comparación sacamos enseñanza y porque de lo pretérito quedan siempre huellas o consecuencias mayores o menores que aún nos afectan.
Precisamente, ‘Una violencia indómita’ es un libro aleccionador. Debemos averiguar si lo que hoy nos pasa es algo nuevo, jamás sucedido, o es por el contrario algo en parte ya ocurrido. Debemos saber si de esto, de su estudio, podemos aprender.
Si lo que nos sucede es algo nuevo, entonces habrá que ver si tiene relación con lo pretérito para averiguar qué hicieron nuestros antecesores en circunstancias adversas, siempre adversas.
Investigar acerca del pasado reciente o remoto no es, por tanto, un mero pasatiempo, por divertido o entretenido que pueda ser.
Pensar o investigar históricamente es una actividad práctica que ayuda al individuo y a la colectividad, aunque sea por contraste. Al pasado no acudimos necesariamente a buscar las semejanzas. Acudimos para sorprendernos…
Al tiempo pretérito nos desplazamos indirectamente, a través de los documentos, para comprobar por qué los antecesores hicieron las cosas de otro modo.
Nos vamos a ese tiempo ya concluso para confirmar las diferencias y para preguntarnos por qué el pasado es un país extraño en donde las cosas en efecto se hacían de otra manera, según la atinada fórmula de David Lowenthal.
Si hemos de confiar, entonces diremos que esperamos que las cosas hoy se hagan de otro modo.
El libro de Casanova nos enseña el horror.
El horror.
Justo Serna
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