Poco antes habíamos conocido a unos marinos yugoslavos que recalaron en el puerto santanderino. Jóvenes y enamoradizas nos encandilamos, mi grupo de amigas y yo, quedando prendadas (yo) de la inmensidad de una mirada azul y de lo que intuía era un país pleno de controversias socialistas que se podía visitar sin mayores riesgos de cruzar el Telón de Acero.
Preparé viaje, no tanto impulsada por la curiosidad social como por encontrar los cautivadores ojos azules cerca del Adriático y acompañada de una amiga un caluroso mes de Septiembre, cruzamos Europa hasta Split que era nuestro primer destino. Corría el año 1986, como equipaje contábamos con un billete de avión unos cuantos (pocos) marcos y la inconsciencia juvenil por bandera.
Del hombre de los ojos azules no se volvió a saber. Poco importó puesto que nos encontramos con un país luminoso que se aprestó a recibir a dos novatas españolas cuando aún el turismo no estaba de moda y Yugoslavia vivía el luto por el padre muerto seis años antes. Conocimos Split en pocos días, acostumbramos la vista al azul del Adriático y nos dejamos mecer por el rumor de una ciudad portuaria que sirvió de recreo y calma al emperador Diocleciano cuando la sandalia romana dominaba Europa. Recuerdo que al salir del aeropuerto unos enormes carretones esperaban a los viajeros para portar las maletas. No llevaban más tiro que un buen hombre que echaba mano de las varas del carretón. Sentimos un poco de rubor al ver a un ser humano convertido en bestia de tiro, pero nos dejamos de escrúpulos porque las maletas pesaban lo suyo.
Pasados dos o tres días, nos recomendaron dirigirnos a Dubrovnik, perla absoluta del Adriático. Tal que aguerridas españolas en busca de belleza y aventura emprendimos la marcha. Llegamos por la tarde, cuando el sol enrojecía las puntillas de la costa dálmata, que vista desde el autobús era más ensoñación que los peñascos hermosos que luego veríamos. Escogimos vivienda nada más llegar pues las mujerucas se aprestaban a ofrecernos habitación a las mismas puertas del autobús. Poco más tarde, pintureras y arregladas como soles tornamos a descubrir la vieja ciudad.
Recuerdo el impacto al doblar una esquina y surgir de la nada la majestuosa muralla alumbrada con luz taciturna y nublosa de unos candiles amarillentos. Ahora los viajes se preparan, hay folletos, páginas web que informan de todo. En los tiempos de los que hablo, no había nada. Apenas existían las agencias de viaje. Ignorábamos casi todo del país que nos acogía. De su política, sí sabíamos, pero no de su belleza. Hasta lo imaginaba enfriado por las nubes norteñas de un país del Este sin pensar que era puro sur de Europa. Una Europa mediterránea que azuleaba como espejuelo maravilloso.
Dubrovnick nos cautivó hasta el hechizo. Sus gentes amables que en todo momento se aprestaban solicitas a invitarnos a sus casas, a explicarnos cosas del país, quizá sorprendidas que dos españolas (rubias y con aspecto alemán, lo cual nos trajo algún problemilla) les honraran con la visita. No había españoles/as entonces por el mundo. Nos convertimos en algo excéntrico para los habitantes de la ciudad. Con la salvedad de que en un primer momento –más cuando pagamos con marcos- pensaban que éramos turistas germanas, al demostrarles nuestra españolidad sus caras se transformaban y la anterior contención y desconfianza se tornaba alegría. El pueblo yugoslavo aborrecía por aquel entonces a los alemanes. Tenían vivo el recuerdo de las masacres y la invasión nazi. Fueron casi dos millones de yugos en total los que perdieron la vida en la cruenta II Guerra Mundial. Además del vago recuerdo de la larvada guerra civil que vivieron y del terror que los ustachas y los chetnicks croatas amigos y aliados del los nazis habían producido.https://www.lapajareramagazine.com/herederos-de-asesinos-terror-nazi-en-espana
Recuerdo vivamente que en cada casa que entré, en cada tienda, farmacia, bar o restaurante, lucían en sitio destacado el retrato del Mariscal. Presidía con su mirada acuosa y el gesto férreo la vida común de los yugos. Habían pasado seis años de su muerte pero nadie le había olvidado, le seguían amando y añorando. Al menos la gente que lo contaba. Imagino que los que le aborrecían callaban ante nosotras, pizpiretas turistas españolas.
Tanto me cautivó el país que al año siguiente volví, esta vez sola. Incrustada en la vida ciudadana, hospedándome en casas particulares, haciendo amigos nativos y escuchando sus historias que espoleaban mi curiosidad. Viví más de veinte días entre la gente yugoslava, y al año siguiente, otro tanto. Compartí conversaciones, vivencias. Visité Sarajevo mucho antes de las balas cazaran a la gente como conejos y se prendiera la llama del odio. En la misma calle, con tan solo cruzar de acera se visitaba la mezquita, la sinagoga o la iglesia ortodoxa sin más problema que el calor imperante. Recuerdo a mi guía, una hermosa y estilizada serbia casada con un musulmán que nos contó la historia del crimen de Francisco Fernando, desde la otra óptica. La que daba por héroe a Gavrilo Princip cuando una había estudiado que fue un malote asesino. Lo que me hizo comprender que la historia es maleable, depende de quién y cómo se cuente. Lo que para unos es crimen, para los opuestas es memorable.
Caminé ensimismada por las calles de Mostar, en Bosnia Herzegovina, antes de que fueran regadas con la sangre de sus habitantes, que me enseñaron con orgullo su maravilloso puente, Stari Most. El que respetaron todos los invasores…hasta los nazis, pero no la furia asesina de los hermanos croatas que lo dinamitaron en la triste guerra que los abatió poco tiempo después. Ni yo ni sus habitantes podíamos intuir el horror que viviría la bella y minúscula ciudad a orillas del Neretva que la mece con el susurro de sus aguas.
Como fueron inolvidables mis visitas a la amorosa isla de Locrum que se contempla desde la bahía de Dubrovnick, con el vaporcito que nos recalaba en sus playas y que luego, al caer la tarde nos recogía para, mecidas por una brisa suave, devolvernos a la ciudad que se aprestaba a cubrirse con las luces del atardecer. Fueron dos años de visita turística pero mucho más. Yugoslavia, sus gente, su historia me entró en el corazón para no irse jamás.
Además de embelesarme con la belleza del país indagué, curiosa, en lo que me parecía la justa cuadratura del círculo. Un país socialista, libre de entrar y salir, sin mayores censuras ni opresiones que las lógicas de su historia. Si levantabas el brazo en saludo nazi te podían meter en la cárcel, o si eras turista ponerte una multa considerable. Sin bromas en ese sentido. Las heridas supuraban, ya lo he dicho.
Mi curiosidad se veía compensada por la suya. Encontré a varios amigos (era fácil la amistad con los yugos) cuyos padres o abuelos estuvieron en las Brigadas Internacionales, que Tito ayudó a formar. Emocionados me trajeron las empolvadas fotos de sus familiares participantes de aquella guerra que para ellos fue mítica. La nuestra. Incluso me aseguraron que Tito estuvo pisando tierra española como un partisano más. Cosa inverificable y poco probable pero las condiciones de trasmutación del mariscal eran inmensas, según pude comprobar en cuanto tiraba del hilo.
En aquel tiempo Tito era todo para los/as yugos. Hijo del pueblo, de padre croata y madre eslovena, obrero que fue a la guerra imperial cuando el imperio Austro Húngaro dominaba Europa. Ya antes, durante los sucesivos trabajo que tuvo había mostrado afición sindicalista organizando a los trabajadores y huelgas, por lo que estuvo detenido en varias ocasiones. Militó, en su juventud, en el Partido Social Demócrata recién fundado en Yugoslavia, lo que le supuso nuevas detenciones. Luchó en la guerra imperial, siendo apresado por los rusos; en cuanto olió la revolución se unió a los bolcheviques de los que aprendió todo, alistándose poco después en el Ejercito Rojo. Un comunismo internacionalista parido por los padres de la primera revolución con Lenin a la cabeza que le hicieron comprender que no quedaba más opción que levantar la vista del suelo y buscar la salida a los pobres de la tierra. De vuelta a casa, se la encontró yerma y pobre tal como la dejara. Su comunismo teórico experimentado en la madrecita Rusia pronto tuvo la prueba definitiva cuando la bota alemana pisó con fiereza Europa.
Durante el tiempo anterior a la guerra dedicó tiempo y esfuerzo a organizar el Partido Comunista Yugoslavo, mostrando afinidad con Stalin, tanta que denunció ante la temible NKVP a Milan Gorkie, que presidia el partido, de traidor y trotskista, siendo ejecutado un año después en Moscú.
El reino de Yugoslavia se mantuvo neutral hasta 1941, cuando los nazis necesitaban el paso en auxilio de los italianos que embarrancaban en Grecia, donde las guerrillas partisanas doblaban el espinazo fascista. El regente se apartó y el ejército alemán tomó el país con ayuda interna. Los temidos ustachas croatas enseguida se aprestaron a colaborar con una furia que incluso asustaba a los nazis. Los campos regidos por los ustachas eran el horror más absoluto. Un temible bombardeo alemán sobre Belgrado supuso la declaración de guerra al pueblo que respondió con fuerza al desafío.
Los nazis partieron el país -de por si fragmentado con nacionalismos fuertes y enconados- poniendo gobiernos títeres en cada rincón. El ejército real, chetnik, resistió poco tiempo, unos dicen que por falta de empuje, otros por la traición y la falta de apoyo de los gobiernos occidentales, lo cierto es que fueron los partisanos quienes tomaron el relevo de la resistencia.
Una tarde, en un caserón con las ventanas cubiertas para evitar llamar la atención de la aviación alemana, Tito fue elegido jefe de los diversos grupos de partisanos que movían la resistencia. Comienza la andadura del mito. Josif Broz, impulsó una guerra de guerrillas que desgastaba al ejército nazi, con la inteligencia de un estratega versado y el carisma que infundía valor a los paupérrimos y derrotados partisanos que con su sola presencia, o la intuición de tenerle cerca, se arrojaban con furia sin temor a balas ni a bombardeos.
La saña con que se combatió en Yugoslavia fue terrible. 1.706.000 millones de muertos, es decir murió uno de cada diez habitantes. Recuerdo las historias contadas por los viejos, o repetidas por los jóvenes que enternecían o erizaban los pelos por la crueldad de la lucha. Por eso no soportaban escuchar palabras en alemán, ni ver a turistas germanos por sus calles. Les cobraban el doble, escupían a su paso y les cruzaban de miradas aviesas.
Yugoslavia fue liberada por los partisanos. El ejército alemán fue derrotado y expulsado del país por los hombres y las mujeres de Tito, con una pequeña ayuda del ejercito soviético pero en su mayor parte fue una liberación conseguida por el pueblo. Cosa harto importante que explica la posterior postura gallarda de Tito frente a Stalin poco después de la derrota de los nazis. Tenía poco que agradecer a la Unión Soviética, por tanto no se plegó a los caprichos del tirano soviético y levantó un muro de independencia entre las grandes potencias.
Acabada la guerra, en 1945, los republicanos del Frente Popular, liderados por el Partido Comunista Yugoslavo ganaron de forma abrumadora las elecciones convocadas para conformar el estado. De esta forma se conforma la República Federal Socialista Yugoslava, con el cuarto ejercito más poderoso de Europa.
Pronto los controles ejercidos desde Moscú molestaron al mariscal. Pretendía dirigir a Yugoslavia con criterios personales que no se ajustaban a los dictámenes del Kominform, Stalin lanza dardos envenenados al disidente que son respondidos con fuerza. Hasta cinco veces la policía yugoslava descubre complots para matar a Josif Broz, lo que le hace enviar una misiva a Stalin con la famosa frase: “Deje de enviar personas a matarme, ya hemos capturado a cinco, uno de ellos con una bomba, y otro con un rifle (…) Si no deja de enviarme asesinos, enviaré uno a Moscú y no tendré que enviar un segundo”
¿Cómo pudo ganarse el respeto de Stalin y de los posteriores gerifaltes soviéticos? Un poco por la figura mítica del mariscal, y un mucho porque la URSS sabía que detrás de Tito había un pueblo movilizado orgulloso de su liberación enfervorizado por el mariscal. En cada casa yugoslava había armamento escondido en los desvanes. En alguna ocasión, con el sigilo debido, me lo mostraron. Se realizaba un servicio militar cada dos años manteniéndose la mentalidad y el orgullo partisano activo. En poco más de dos horas, de ocurrir una invasión como la checa o la húngara, los soviéticos sabían que se formaba un ejército de más de diez millones de personas que ante la voz de Tito tomarían sus fusiles de asalto, guardados en los desvanes con la posibilidad de enfrentarse al ejército ruso, como lo hicieron con el alemán hasta derrotarle.
Ese era el convencimiento de la gente que conocí y de los que escuché. Y ese debió de ser el argumento que sirvió para que Tito y Yugoslavia se mantuviese neutral con un socialismo autogestionario sui generis. A partir de la disensión con la URSS, Tito coqueteó con Occidente , ofreciendo la única fisura producida en el bloque oriental que los occidentales aprovecharon al máximo y pagaron bien. El plan Marshall llegó a Yugoslavia con ayudas de todo tipo que colaboraron a crear una sociedad floreciente.
Durante los años duros de las disputas con la URSS, los prosovieticos yugos fueron duramente reprimidos por el régimen , creándose campos de concentración en las islas Goli Otok y Sveti Grgur, donde fueron confinados los sospechosos de afinidad con Moscú y otros disidentes. Las condiciones de las prisiones eran muy duras y las condenas carecían de asistencia legal.
Aprovechando el prestigio que le produjo la disidencia y la independencia de los bloques, se creo el grupo de Países No Alineados, que lo conformaban además de Yugoslavia, Egipto con Gamal Abdel Nasser, India con Sri Pandit Jawaharlal Nehru, y Ghana con Kwame Nkrumah.
En 1950, el 26 de Junio, el mariscal crea un Proyecto de Ley Fundamental, que es redactada junto a su compañero de partido Milovan Dilas, de autogestión, pasando a revertir en los obreros las plusvalías generadas en las empresas. El utópico socialismo autogestionario, experimento yugoslavo, comienza su andadura.
En 1963 se liberalizó en parte la economía yugoslava, permitiendo la creación de empresas privadas, además se abrió a una libertad de expresión y religiosa, así como la ciudadanía yugoslava podía viajar no solo por el país de forma libre sino también al extranjero. En 1967 abolió los visados para cualquier viajero que podía visitar con entera libertad el país sin cortapisas, cosa completamente imposible en el bloque soviético.
Tito, supo adaptarse perfectamente a las necesidades de un país plurinacional, creando en 1971 una presidencia federal rotatoria, en donde cada año presidia una de las seis repúblicas que conformaban el estado. En caso de no haber acuerdo entre ellas, la presidencia federal (en manos de Tito, naturalmente) decidía por decreto ley.
Además de la libertad de movimientos, el nivel de vida era más que aceptable con sanidad, educación y las necesidades primarias de vivienda y medios en general cubiertas por el estado. El margen de libertad de expresión (con la excepción nombrada de postular gestos nazis) era muy amplia. Jamás noté ningún síntoma de censura o de miedo ante opiniones divergentes . Conocí gente cristiana, musulmana y judía, además de atea sin problema en las manifestaciones religiosas o políticas.
Durante los dos años que visité el país pude constatar que el mariscal era querido, adorado más bien, considerado el héroe libertador y el arquitecto de la unificación patriótica de un país hecho de retales de otros, construido bajo el carisma y la idea del enemigo exterior, primero el alemán, luego el ruso, que funcionó perfectamente mientras el mariscal estaba vivo para lentamente saltar por los aires poco después de su muerte. El culto a la personalidad había dado frutos y la capacidad de adaptación del régimen así como la prosperidad e independencia de la ciudadanía habían conformado un país amable que agradecía a su creador la obra realizada.
Mi visita fue, como les dije, en los años 86 y 87. Tuve ejemplos de la enemistad entre las diversas nacionalidades. Al serbio se le odiaba. Sin más. En varias ocasiones, escuché juramentos en el idioma enrevesado yugo, que se dirigían a un tipo alto, rubio, con mirada de cristal y cuerpo espigado, el prototipo serbio, incluso en alguna ocasión sin mediar más que unas frases saltaba la violencia. A su vez los serbios y los bosnios odiaban a los croatas. En contraposición el patriotismo era asombroso. Las banderas yugoslavas florecían en cualquier sitio, por ejemplo en las bodas o cualquier celebración familiar el espacio se llenaba de banderas . Quizá conscientes de la precariedad nacional en la que vivían, parecía que todo el pueblo se esforzaba en mantener la unión.
Josif Broz Tito, era un amante del lujo, de los coches caros, de los habanos importados, lucía en su dedo un anillo con enorme brillante y sus uniformes, de un inmaculado blanco, llevaban más entorchados de los que podía sujetar. Sus viviendas eran de extremo lujo, le gustaba recibir en ellas a estrellas de Hollywood, como Sofia Loren, Liz Taylor, Richard Burton (el cual dijo que el lujo de su palacio hacia palidecer al de Buckingham) Recorría el país en un enorme y lujoso tren azul y descansaba en sus islas rodeado de lujo.
Durante el último año de vida, murió en 1980, la enfermedad lo minó. Las complicaciones derivadas de sus problemas de arterioesclerosis, y diabetes, le provocaron una gangrena, por la que perdió una pierna para más tarde ascender y provocarle la muerte. En el momento de producirse, un cuatro de Mayo, domingo de una soleada tarde, el país se paró al enterarse de la noticia. Un jugador de futbol colapsó en pleno partido y todo el país lloró al unísono. Fue trasladado desde Liubliana hasta Belgrado en el tren azul. La población depositaba flores y rendía homenaje a su paso, en las vías que atravesaban el país.
Su funeral fue el más concurrido del mundo. Nunca antes ni después se reunieron tanto jefes de estado rindiendo homenaje a un hombre mítico. Está enterrado en Belgrado en un mausoleo llamado La Casa de las Flores. En los últimos años, solo los nostálgicos comunistas le rinden homenaje, su figura se ha convertido en merchandinsing para consumo de turistas. Lo ocurrido durante los años noventa y la consiguiente desaparición de Yugoslavia como país, ha sido un colofón desalentador para el sueño que tuvo un visionario mariscal de unificar y crear un país socialista autogestionario e independiente.
María Toca Cañedo©
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