El sol hace daño a estas horas, más cuando sales de la boca oscura de un antro como el mío. En donde la noche es un túnel en el que entras a eso de las ocho de la tarde y hasta las ocho de la mañana siguiente no alumbras al exterior. Una boca negra que absorbe la vida entre copas de gintonic o whisky barato con hielos que tintinean en vasos de tubo y un olor acre a orines viejos, sudor, guano de tiempos pretéritos y cuerpos macerados por el deseo y la búsqueda de imprevistos. Detrás de la barra se conoce al mundo. Me lo dijo, Tonino cuando empecé: “chaval, fíjate bien, detrás de la barra vas a ver el reverso del mundo. Los colores, la vida cual luciérnaga, están afuera, aquí tenemos el suelo barroso de las copas derramadas, el agua jabonosa y mugrienta donde aclaramos los vasos y la bebida agarrafonada que servimos. El anverso y el reverso , chaval. Desde dentro de la barra contemplamos con impunidad a la gente desnuda porque dejan la vestimenta para el frente. A nosotros nos dan la espalda y no temen mostrarnos las vergüenzas. Mala cosa la noche, chico, te roba la vida porque cuando los demás se divierten tú trabajas, y cuando ellos curran, tú duermes. Pero entiendes cosas que de no ser por esta frontera de la barra no entenderías. Total, te quedas sin vida, pero la entiendes mejor”
Hace tantos años que el Tonino me contó esa copla que no sé como la recuerdo. Era para poco, le dije entonces. “Será poco tiempo, este trabajo es transitorio, Tonino, mientras termino los estudios, para sacar algo y poder tirar” Recuerdo bien la sonrisa, teñida de socarronería y los ojos chispeantes que me ofreció al escucharme “He oído eso muchas veces, chaval. Esto te atrapa, porque como no vives no sales del agujero y no buscas. Si no buscas no encuentras…Y como se gana bien pues te resignas. Entonces te conviertes en murciélago. Te vuelves un puto animal nocturno que no sabe vivir de día porque la luz del sol ciega los ojos obstruidos de tanta noche”
Tenía razón el jodido viejo. Aquí sigo. En el túnel por donde circulo como un ratón apresado que no sabe salir ni encontrar puertas por donde huir. Cada día me prometo escapar. Buscar, hacerme hombre de día, dejar las sombras y volver al otro lado. Tornando cada jornada tan doblado al tugurio donde vivo que me desparramo sobre la cama hasta las seis, con el tiempo justo para hacerme un bocadillo, tomar una cerveza contemplando el techado del vecino y salir corriendo hacia el túnel. Así hasta la libranza, que me coge maltrecho y desarmado y con ganas de no moverme en todo el día, hasta que la noche me alcanza y se me despierta el ánimo. Los ojos veloces se tornan lobos inquietos que me prometen los placeres de caminar de barra en barra pero del otro lado. Convertido, por una noche semanal, en la comuna de los otros. Encontrándome con los que, como yo, habitan las tinieblas rompiendo el tiempo a base de gintonics con hielos bailarines en nuestros vasos de tubo. Por una noche me convierto en servido, no en servidor. Por unas horas me torno en luciérnaga de luz que no se arredra ante nadie.
Y así pasamos el tiempo. Los dientes se ennegrecen, los ojos se apaciguan y se acomodan a las luces de neón y a la oscuridad. A base de no ver no soportan la luminaria ardiente del sol mañanero o tardío. Las carnes se acolchan, plegándose a los huesos de puro consumidas. La tez blanquea, con el color cetrino del polvo de escayola que nos convierte en seres fantasmales, solo visibles en cuanto la luna sale. Y el olor a bar viejo, a humedad y sombras se nos adhiere quedándose debajo de la piel.
Olemos a alcohol macerado por un hígado cirrótico que envejece a pasos de gigante.
Durante tantas noches nuestro hábitat es el recocido del barro que pisamos, el serrín derramado para despegar miasmas del suelo y el olor a desinfectante con que rociamos el tugurio para matar la mierda y que no nos ahogue. Todo ello se nos traspasa debajo de la piel. Olemos a noche. A cuerpo macerado en sudor y copas mal digeridas. A mierda vieja de baño mal aseado. Y ya nunca se va. Por eso nos movemos entre gente del gremio, por el olor. Nos reconocemos enseguida, por la blancura dispersa de una piel ajada y porque olemos a borrachera.
Hoy es sábado y verano. Días gloriosos donde los garitos se llenan, se hacen buenas cajas, caen propinas porque el calor da vida y suelta el talego. Mi bar no es sitio de lujo, ni tan siquiera está demasiado de moda por lo que apenas se nos mueve con los vaivenes verbeneros de los veranos donde el turismo llega con el ansia de estrenar una libertad atorada en pocos días y muchas ganas. En mi bar (que ironía decir mi, cuando solo es un lugar de trabajo) solo caen los despistados que huronean la ciudad buscando flecos diversos.
Es un tugurio para fieles, con música viva algunas veces, las más eludimos modas transitorias y nos atenemos a lo que pervive. Rock viejo, jazz mechado de facilidades para no asustar. Incluso alguna vez flamenco.
La clientela la conforman los fieles, los gustosos por chigres sencillos con la aquilatada solera de muchos años sin cambiar ni la pintura de paredes ni el embaldosado. Chigres de copas baratas, que dejan caer al menor atisbo de hartura, con música leal. Casi siempre la misma. Con las mismas caras, con los mismos parroquianos que noche tras noche dejan la soledad en la puerta de entrada para solazarse con la soledad de otros, ajenas entre sí, las soledades. Sin apenas tocarse, identificándose como iguales, o al menos como similares. Casi formando tribu o un símil condescendiente de una familia desigual.
Allí trabajo y sobrevivo.
Hoy es sábado, ya lo dije. Hubo más gente de lo habitual. Llegaron algunos turistas que visitan los pubs desconocidos como si exploraran un mundo soliviantado y perdido recalando en nuestra puerta como pudieron hacerlo en otra.
El cansancio y las copas que he tomado de soslayo, mientras el encargado rondaba por afuera, cierran mis ojos. Y este maldito sol que me deslumbra. Fue un error marchar caminando hasta casa. Me despedí de los demás, diciéndoles “Caminaré , necesito el sol, coño, que estamos draculeados, de tanta noche. Tengo la piel transparente” Insistieron -los amigos que me recogen al cierre- en que me acercaban con el coche. Me negué con la determinación de una decisión no bien tomada pero ya es tarde para arrepentirme. Y el sol ciega. La ropa es inadecuada. Y el camino me arrasa. Quizá suba la cuesta y tome un taxi en cuanto pase uno libre y se jodieron las propinas con la carrera…
Es una hora extraña. Justo cuando el sol aprieta recién nacido sin que la brumosa ternura del rocío nocturno nos haya abandonado. Algunos, los más, van retirándose de una noche de fiesta, los menos se reintegran a la jornada de trabajo con la cara malhumorada de recién levantado. Y más siendo sábado.
Aquí, es zona de playa y veraneo. No se nota tanto el trasiego laboral como en plena ciudad, la gente que me voy encontrando anda deshilachada de copas y de penuria al saberse que la noche no le fue tan propicia como para irse acompañado a casa y doblar la esquina del portal entre besos y promesas de sexo maltrecho.
Quizá subiendo la cuesta, enfilando a la ciudad, se vean los madrugadores que andan deprisa sin meta, tan solo por andar. O los que corren a por la prensa y unos churros para volver al calor del hogar y compartir desayuno y noticias. Algunos salen despistados, a pasear al perro, en la confianza de encontrar un día soleado y de asueto. Mientras los noctámbulos sestean con el ánimo inquieto y la duda de seguir prolongando la noche un poco más o plegarse a lo que el cuerpo manda.
Dormir con la ropa pegada, el rímel en los ojos o la almohada compartida entre desconocidos. Amores frugales que se cimentan bajo techado, aliñados por alcohol, dolores de cabeza y luces que difuminan y falsean un tétrica realidad consumándose en casas desconocidas, entre cuerpos que no se reconocen y que entablan una sutil batalla de egoísmos reconcentrados en minutos de placer que apenas dicen nada. Es la hora de la contienda, de la recogida, del carraspeo agrio porque las gargantas se han secado con alcoholes, tabaco o lo que sea que haya que tomar para mostrar una alegría falsa que no sale de dentro pero hay que tener colgada de la boca, a menos que queramos sentirnos dentro del oprobio y del fracaso.
Es la hora de la verdad. Cuando el vestido lustroso de hace horas se ha convertido en harapo torcido que apenas da para cubrir la piel. Cuando el pincelado de humo de los ojos ha corrido cuesta abajo tiñendo las ojeras tornándolas violáceas y lívidas en su desamparo. Y unos labios resecos y escarchados muestran el cárdeno resto de un carmín barato y repintado a lo largo de horas y de besos malsanos.
La escarcha de luna se ha perdido, el brillo cenital de las luces que embellecen o amortiguan las imperfecciones tanto como el sol las descubre con el descaro que tiene cada día cuando ilumina sin vergüenza la cara oculta y fea de humanos que quieren ser lo que no son. Las luciérnagas cuando se apagan las luces tornan a ser la torva gusanera que siempre fue.
De pronto, como un rayo que me deslumbra con el esplendor de la ropa fresca recién tendida, tengo la visión más excepcional que se puede tener a estas horas. Una moto cárdena, dejando destellos que radiaban los ojos, ruge con el espanto de la espera. Encima, la galopa un tipo con cabellera rubia, macerada por el desorden de una brisa leve y falta de peine durante horas. Erguido sobre la maquina, está hermoso con la juventud rozando una madurez prevista a golpe de playa en verano, esquí en invierno, buena fruta y mejor vida, con unos ojos velados por unas Rayban autenticas, no como las que vende el negro que nos visita cada noche con la mochila plena de imitaciones.
De pronto se las quita para contemplar algo que debe avanzar hacia él. Unas pupilas verdes, como carne de kiwi, sonríen entreveradas de venillas con el cárdeno haciendo juego con la moto. Los ojos se le arrugan en mueca desafecta con el brillante sol matutino y un esbozo de sonrisa satisfecha. Torna a ponerse las gafas y grita al vacío: “¡Joder Laura! Llevo media hora esperando. ¿Vienes o no? Venga, que te llevo a casa y luego ya vemos…”
La sonrisa se le amplia mostrando a las claras lo que desea ver y lo que espera hacer. El pelo se le enrabia mecido por la brisa, mientras por las escaleras del último pub de la mañana, donde se ve amanecer a ritmo de reggae mientras se toma el último o el penúltimo combinado, sube una especie de paloma alada, toda blanca, vestida con una especie de capa que baila al compás del viento que sube con ella escaleras arriba, justo desde la orilla del mar que murmura al compás. Un largo escote decora su espalda, en la cabeza lleva un sombrero de ala muy ancha que la cubre hasta los hombros y torna sus ojos en espejismo buscado.
La mujer sube seria. Despacio. De pronto se vuelve, levanta su mano y saluda a los que deja detrás que la gritan zumbones:
–¿A dónde vas Laura? no marches aún que queda tiempo, no seas gafe…– le dicen.
Ella sonríe, o intuimos que lo hace porque el sombrero vela la realidad hasta hacerla incomprensible. Responde al momento:
-Me voy, Patxi me lleva a casa en la moto. Hace tiempo que espera y estoy cansada-
-Tú, cansada…¡golfa! lo que pasa es que es Patxi y quieres acabar el día como dios manda. Hala vete, cabrona y no vuelvas más ¡Qué suerte tienen las guapas! nada menos que con Patxi” – le responde uno de los del grupo con profusión de pluma.
El sonido de su risa se sobrepone ante el aullido feroz de la moto que se mantiene expectante ante la mujer. Ríe y sigue subiendo, ahora más deprisa como si la ferocidad de la maquina le recordaran, de pronto, que un tipo llamado Patxi, rubio como la cerveza, con los ojos color carne de kiwi, fornido y bello la espera desde hace tiempo.
Imagino que no son nada. Se trata de uno de esos encuentros mañaneros que rematan una noche voraz de copas, risas, baile y quizá alguna droga. Suave, porque la gente tan bella no necesita sucedáneos. Les basta con la vida. Les sobra con el placer que les proporciona un cuerpo fibroso, pleno de loca juventud.
Se para frente al tipo, que torna a subirse las gafas hasta la frente dejando los ojos sonrientes, plegados ahora al deseo y al placer de contemplarla. Ella también le mira desde el final de los escalones. El rostro se le abre a la sonrisa. También se levanta las gafas, contemplándole alertada por sus gritos, voltea la mano con un gesto que quiere decir: espera, quizá le promete horas de placer difuso o simplemente le saluda con afecto.
Su vestido es inmaculadamente blanco para haber pasado una noche entre sombras. El sombrero también es blanco, lívido y maleable, con alas anchas que enmarcan un rostro que se adivina bello pero se esconde aún. Las gafas, por el contrario son negras, cubriendo la mitad de la cara. En la mano lleva un bolsito de perlas engarzadas, blanco también, que rauda se cuelga en el hombro para avanzar con brío. Calza sandalias que enseñan deditos maquillados de un rojo ensangrentado, con un tacón trasparente, que apenas se distingue haciendo que sus pasos se asemejen al andar de paloma.
Al llegar a la acera, le sonríe arrobada, lo que no convence al otro, que la apremia con la mano:
-¡Joder, Laura! que llevo más de media hora esperando…-
-Nadie te ha mandado esperar, si lo haces es porque quieres- Le responde ella ufana.
Salvas de conquista, me digo, mientras contemplo la escena acodado en la barandilla que sirve de contención al paseo de la playa. Mis ojos no pueden apartarse de la pareja. Contemplo el hipnótico encuentro entre dos amantes ocasionales y sus ganas de fundirse en aquelarre de sudor, placer y besos hasta hacerse uno y entrelazar los cuerpos en una sinfonía que será tan efímera como su belleza.
Ella, le mira desde la indiferencia de sus gafas negras que agigantan sus ojos. El tipo suelta un bufido que puede ser asentimiento o resignación. Es posible que piense que un polvo matutino bien merece la espera.
–Quien coño te llevaría a casa, si no te espero yo-
Le dice, fingiendo un enfado que no siente, porque la espera le sirve de maceración a su deseo.
-Oh, qué pena. Seguro que no hay taxis en toda la ciudad… o simplemente otro que pudiera llevarme-
La sorna se le trasparenta demasiado en una voz melosa, que quiere ser dulce y le sale con demasiado sarcasmo. Tanto que el otro la mira por detrás de las gafas con el ceño fruncido. Marca un acelerón a la moto, como si con ello ratificara que la paciencia -su paciencia- tiene un límite mientras ella aprieta el paso hasta llegar al borde de la acera donde está él. Quizá el deseo fugaz la aprieta ahora a ella.
La visión del tipo encima de la moto con el pelo destiñéndose con el ensalmo de un brillante sol, la estimulan.
Lanza una pierna encima de sillín, para ello sujeta el vestido, lo levanta hasta el final del muslo dejando a la vista del mundo una pierna musculada, fuerte, con la piel de chocolate con leche, pespunteado por el brillo de un vellito que adorna más que molesta. Esa pierna acaballada en la moto reluce entre los vapores de su vestido blanco. Con la mano que sobra levanta el sombrero dejando al aire un pelo que se alegra por la libertad y le besa la espalda bajando suavemente por los hombros camino del escote que casi toca cintura. Se adhiere al hombre, lo enlaza con sus brazos, que ya la está esperando a punto de partir y con la ventolera y el grito de veinticuatro caballos de moto lustrosa, arrancan. Ella, al abrazarse con ambas manos, deja libre el vestido que flota impulsado por el viento que provoca la huida, pareciendo más unas alas de paloma en busca de un nido que vestido de punto veraniego. Las piernas amarran a la máquina hasta fundirse con ella.
Desde lejos contemplo aquel tornasolado blanco que cabalga a lomos del caballo rojo y se tuerce por la primera curva en busca del placer que dan dos cuerpos bellos, que se despedirán a media tarde después de sudar y amarse como si fueran almas solitarias recién encontrada y me siento más solo que nunca. Acodado en la barandilla que brilla con el azul, tal que imitando al cielo. Contemplo la estela de aire que dejó la pareja y comprendo que nunca volaré con alguien parecido. Me siento ave nocturna. Ave de paso que anida en zonas oscuras y lóbregas donde nunca da el sol y si da es para otros. El sueño me alcanza. Ha sido una noche muy dura y comienzo a caminar.
Durante el camino, imagino cómo será la llegada. Subirán a la casa a golpe de besos y regocijo, con las manos aceleradas sobrevolando sus cuerpos y buscándose piel. Al llegar, ni darán tiempo a que la puerta cierre y comenzarán el baile del deseo cumplido. Ella, soltará su vestido de golpe, tirará el sombrero y el bolso encima del sofá y dejará su cuerpo al abrigo de la mirada del tipo que tomará en sus manos los pechos duros y pequeños que le miran desde el descaro. Luego fundirán su deseo una y otra vez hasta caer exhaustos uno al lado del otro. Quizá al mediodía despierten, salgan a comer después de una ducha conjunta o conversen mientras devoran una pizza de la noche anterior. Por la tarde él marchará con las huellas de la piel de ella, a su casa. Hasta el próximo sábado o hasta la eternidad. Ella, gatuna, se aletargará en el sofá mientras lee un rato o contempla, entre vapores de modorra, lo que echan en la tele. Hasta la noche, que dormirá con la placidez de un cuerpo bien servido.
Cuando llego a mi casa, el portal se muestra más desvencijado aún que cuando lo dejé. Ya dije, que el sol saca defectos nuevos donde la oscuridad pone discreción. Las escaleras se inclinan hacia el lado derecho. Al subirlas el cuerpo se escora y pierde estabilidad, como si el mundo estuviera torcido. Se escucha a un niño llorar desconsolado en uno de los rellanos. Tras de las puertas vecinas sale un olor a col vieja, a ajos fritos en aceite barato y a frituras de antaño. La puerta de mi casa me devuelve al mundo que habito y que pronto traspasaré para fundirme en un sueño que es posible me torne a montar una moto de alta cilindrada con una paloma alada a mi trasera.
Mientras, cuento las horas que me restan para volver al túnel y me digo que hay vidas que no saben vivirse.
Fin.
María Toca Cañedo©
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