El soldado de Santander

Cuando uno ve niños llorando separados de sus padres a la fuerza, uno sabe que no somos  personas, que digo personas, simplemente seres humanos o quizás solo seres con un mínimo de solidaridad, empatía, compasión, piedad, humanidad que se decía antes. Pero, cómo vamos a tener humanidad si ni siquiera somos seres humanos. Dan ganar de renunciar. Renunciar a ser un ser humano. ¡No quiero pertenecer a vuestra raza! ¡Me avergonzáis! Pero, ¡no! Hay tantas personas, seres humanos, que dan su vida por otros de forma humilde, discreta, sin estridencias, que seguiré unido a ellos con el ánimo, la utopía, de cambiar el mundo.

UN SOLDADO DE SANTANDER

En el salón, en una esquina sencilla y orgullosa, casi olvidada, cuelga enmarcada la boina azul de la ONU y una medalla. Solo queda eso y una memoria herida.

Entonces estaba en Bosnia, en el ejército español, en misión internacional. Llevaba meses y echaba de menos Santander. Por eso el día en que llegaba el paquete de mi madre, mi alegría era inmensa. Jamón, chorizo, quesucos, anchoas, bonito, sardinillas, cocido montañés, miel, sobaos, quesada, corbatas, pantortillas…

Me acuerdo de sus ojos, sus tristes y lánguidos ojos. Nunca decía nada, tampoco le hubiera entendido. Con su mirada lo decía todo. Venía todos los días, cuando yo estaba de guardia, siempre callado, me miraba fijamente durante un rato y se marchaba.

Un día le daba una lata de anchoas, otro un tarro de cocido, poco a poco, haciendo durar el paquete todo lo que podía. Entre paquete y paquete restaba a mi ración un poco de leche y chocolate.

Le expliqué como pude que ya me iba y me atreví a acariciarle la cara y el pelo. Alguien le enseñó unas palabras en español y me dijo, con lengua de trapo:

Cantabria sabe a generosidad. Gracias.

Le abracé, me di la vuelta y caminé sin volver la vista atrás. No quería que un niño viese llorar a un soldado de Santander.

Texto: ©Alfonso García Aranzábal

El relato forma parte del libro «Relatos santanderinos de ayer y hoy»

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