No sé cómo se ha dado cuenta. Y porqué me pregunta por mi estado. Imagino que debe estar usted en tránsito con mucho tiempo para fijarse porque a nosotros nadie nos ve. No es que nos escondamos, no, solo que a base de llevar los ojos colgados de los propios problemas y de los monitores que escupen datos a cada momento no se contempla nada de fuera y nosotros somos mero paisaje urbano para ustedes, como las sillas, las papeleras, tan intrascendentes para la vista que a fuerza de estar, no se nos ve. Caminamos de forma anónima, con pasos que nos conducen a ningún lado, con la rutina que hace perezoso el espanto de no poseer nada, de no ser nada por eso somos transparentes para la vista de personas que caminan con fines y direcciones fijas, por tanto seleccionan solo lo que interesa.
Le contestaré por dos motivos. Me cae bien. Su cara sonrosada parece de buena persona. Tiene mirada curiosa pero limpia, los ojos cristalinos quizá espesados por los años y la experiencia aunque parece que aún no asoma la desolación. Es un punto a su favor, sabe, que reparara en mí y pregunte con interés. No es frecuente en absoluto, ya le digo, somos mero mobiliario, pura costumbre insolvente.
Habrá observado mi sorpresa, ante su voz: “hacía donde viaja usted, que le veo desde hace un rato sin parar” preguntó. Como si no intuyera que yo no viajo. No me niegue con la cabeza, hombre de Dios, que da igual. Ni esboce una disculpa porque no hace falta, a los nadie nos importa poco la opinión ajena, es más preferimos una negativa que esta invisibilidad que nos deja en la línea divisoria de no vivos. De la no existencia. La pura nada. La sorpresa me dejó, por un momento sin fuerza para responder, tanto que usted se dejó llevar por un sentimiento rayano en la desolación, pensando en la improcedencia de la pregunta. Al contrario, le agradezco que me vea, que me interrogue, aunque sea para ofenderme o para denunciarme a las autoridades del aeropuerto, que créame, saben que existimos y no se esfuerzan en echarnos de puro cansancio, porque volvemos. No tenemos otro sitio y de haberlo casi nos da igual. Le agradezco porque a fuerza de no hablar más que lo justo, uno pierde la capacidad de expresarse. Eso me asusta, por eso, le contaré con un poco de extensión, mi vida aquí.
Cada día cuesta más desplegar el cuerpo. Cada mañana, desperezar los huesos dentro del saco se hace oficio de titanes porque se han oxidado las articulaciones y los huesos, de puro agarrotamiento, se quejan al volver a la vida. Y no puedo demorar el levantarme, sabe usted. Aquí todo lleva un orden inquebrantable y muy preciso. El vuelo de Berlín está anunciado a primera hora a las seis quince de la mañana, exactamente.
Las salas se convierten en hervidero, me cuesta hacer el hatillo y desaparecer de la vista de los primeros viajeros que llegan adormilados aunque alguno puede que entre el telón de sus pestañas, repare en nosotros y de una patada al hatillo, que se han dado casos, creame. Es curioso cómo nos llenamos de rutinas, aun en los momentos de máxima precariedad como el que vivo ahora. Levantarme, envolver el saco bien plegado con los papeles y el mantón que aísla, no sólo del frío nocturno, sino de la dureza grumosa de un suelo impío que amordaza los huesos y nos deja languidecer de frío durante la noche. Como le digo, todo se convierte en rito cotidiano. Mi hatillo debe estar perfecto, sabe, enroscadito, plegado y apretado sobre sí mismo para que apenas ocupe lugar en el refajo que me acompaña durante el día. Ve usted esta pequeña mochila, aquí van mis pertenencias, mi vida toda. El realidad necesitamos bien poco para mantener la decencia y las buenas costumbres, apenas un pequeño envoltorio que cargo como el bien más preciado.
Le sigo contando porque aprecio su escucha y veo que tiene usted tiempo. De inmediato realizo el aseo, es importante no dejar cabos sueltos. La dejadez, la suciedad son prueba segura de nuestra apariencia. Nos hace visibles entre los miles que transitan, presurosos, atildados, cansados pero con la resolución de tener un sitio a donde ir, una meta clara en su tránsito. Y es imprescindible, si queremos seguir aquí, que mimeticemos con ellos. Por eso es útil la higiene. Durante el tiempo en que me aseo uso el lavabo, no de cualquier forma, que va, todo lleva su astucia. Cada día utilizamos uno diferente, como forma de eludir la mirada escrutadora de las limpiadoras. Le aseguro que a veces no hay gente más cruel que los que andan cerca de la precariedad. Será por miedo o revancha, pero algunas nos espían sin piedad y ponen trabas a la vida que hacemos aquí. A fuer de justo, he de decir, que otras en cambio, hasta nos dejan jabones a mano, algún caramelito, incluso sándwiches o cruasanes. Las menos, si le digo la verdad. Las más muestran indiferencia y una prevención como de contagio. Como si la pobreza y la precariedad se trasmitieran…quizá lo hagan, ahora que lo pienso.
A veces las oímos rezongar: que desaparece más jabón que el debido, que el suelo se encharca más de la cuenta, que no hay papel. Me consta que hacen la vista gorda, algunas veces. Otras no. Escrutan con mirada de búho los nimios detalles que nos delatan. Como la infame Dorina. La huimos, como al diablo. Nos denunció a varios, consiguió que nos expulsaran por unos días. Luego retornamos con más discreción, con la inseguridad de los extraños hasta alejar el peligro y labrar la rutina que le cuento.
A pesar de todo le reconozco que es un privilegio contar con techo. Caliente en invierno, sin el mordisco voraz del frío de la calle que corta el rostro, atenaza las manos y dobla las piernas sin compasión ni pausa . Y sé de lo que hablo porque labré muchos adoquines con mis pasos. Tuve noches al raso con el único resguardo de alguna manta vieja y llena de orines y los periódicos escarchados de sucesivas heladas. Expuesto al navajazo o al gusto del gamberro que hiere porque puede, porque las almas solitarias que no se ven se pueden quemar o apuñalar. Mientras aquí, salvo por la megafonía y el tumulto de las horas punta, se está tranquilo y caliente, con cierta dosis de comodidad. Y no, no rechazo ese tumulto, gracias a él, podemos mimetizar con el ambiente. Casi le diría que tener a la multitud caminando sin descanso, nos acompaña. Son ustedes como hormigas laboriosas que van y vienen mientras nosotros somos los zanganos inanes que nada hacemos. Quizá solo molestar.
Nuestro objetivo es fundirnos con el paisaje de gente caminando hacia distintos destinos, acarreando maletas, bultos, paquetes varios. Como nosotros. Lo único que nos diferencia del viajero es la mirada fija con la que caminan ustedes…Si se fija, llevan los ojos lineales, hacia adelante, nosotros en cambio, tornamos con una mirada cansina por el espacio, cansados de ver siempre lo mismo o parecido. Ustedes solo desvían los ojos por un momento para estudiar los paneles con esa fijeza obtusa y obcecada que hace buscar el destino en letras luminiscentes una, pendientes de cualquier cambio, de alteraciones en esos paneles que llevan escritos su destino. En cambio nosotros vamos de un lado a otro sin meta fija y eso se nota. Por eso es útil trazarse rutas siempre cambiantes. No es bueno cruzar los mismos pasillos día tras día, rellenar con los pasos perdidos las mismas zonas. A fuer de vernos, alguno de los empleados se les queda nuestro rostro en la retina. A veces, tal que le contaba de las limpiadores, los empleados, a veces, amparan con su indiferencia que sigamos el paso corto de estos caminos, otros en cambio, como la perra de Dorina, nos boicotean. Y nos denuncian.
Hay periodos de limpieza, épocas que se endurecen las normas y nos expulsan. Siempre volvemos, sabe usted, al amparo del calor y de la compañía. Volvemos porque no hay sitio mejor en donde aposentarse.
Tenemos tiempo, sabe usted, para observar. El ser humano se delata en pequeños gestos. Si uno observa al que parece gran hombre, contempla como los ojos se le extravían tras de una jovenzuela, o columpia, ente la envidia y el deseo unos ojos lascivos que se pierden detrás de otras parejas. Observando puede darse uno cuenta del ensamblaje moral de los prebostes. O la impaciencia con que atienden las madres, de apariencia abnegada, a los niños, mientras se les abraza al cuello el aburrimiento por la espera. Observamos como entomólogos, sabe. Como hay tiempo nos podemos dedicar a ese placer de investigador ¿sabe señor? No hay nada más apasionante que la raza humana cuando se explaya en el anonimato. Y nosotros como no existimos podemos ver casi sin ser vistos.
Cada cierto tiempo, los grandes jefes bajan a veces. Nos echan fuera. Como medida de precaución, dicen: “Entendedlo, si os dejáramos, el aeropuerto se llenaría de los sin techo. No puede ser, esto es una empresa seria. Lo viajeros merecen respet. Hay que tener cierto orden”. Que yo me pienso ¿qué mal hacemos? Quizá solo es la impudicia de mostrar el desvarío de la miseria. La sociedad, siente pudor ante lo que desecha y nosotros somos sus excrecencias. No sé si me entiende, señor. Damos igual, pero no quieren vernos, ni saber de nosotros. Que no se vea la podredumbre, que quede a oscuras la miseria humana porque lo que no está a la vista, no existe. Por eso hay que cuidar las formas, como le dije. Importa el traje, el pelo limpio y cortado, las uñas cortas, nada de manchas, una maleta digna, o mochila como es mi caso. Los paquetes atildados, zapatos bruñidos y bien asentados. Así podemos sobrevivir sin tregua al camino a ninguna parte que supone este deambular por el aeropuerto.
La higiene se hace costosa. En el lavabo se lava el cuerpo por partes y sin mucha dedicación. Controlando entre vuelo y vuelo, temprano, en los espacios muertos en que sale uno, justo antes de que llegue el siguiente. Es difícil porque siempre hay pasajeros vagando de un sitio a otro, pero lo tenemos bien estudiado. Por eso, es importante, arriar vela antes del de Berlín que es el primero de la mañana. Luego esto se convierte en una convulsa sala de espera y el baño nunca se queda solo. En cambio sobre la madrugada, es posible, a veces incluso lavarse entero, sin más molestias que trancar la puerta con el palo, que guardamos para ello. La ropa también es factible lavarla en ese momento, si no hay dinero para lavandería. He conseguido incluso un pequeño tendedero. Escuche usted que ingenio gasto. Lavo la camisa cada semana. En los váteres de la planta principal hay unos ventanos que dan a la calle. Allí las dejo, aprisionadas por el cristal, a riesgo de que la roben, pero dígame usted quien va a querer una camisa usada de este pelaje. Le quito la humedad con el secador de manos y cuando está aligerada de agua, la cuelgo fuera. Así ventila y la pongo fresca. La ropa interior, a veces, también la ventilo de esa forma. Pero no siempre. Hay que ser cauto y no confiarse.
El tiempo se pasa rápido en las salas. La mañana es entretenida. Le cuento, señor: nos sentamos poco, caminar es la contienda cotidiana por las diversas salas, contemplando la llegada y salida de más de cien vuelos. Moscú, con su pasaje lleno de mujeres altas, rubias, con ojos enfriados con el lujo y el deseo, que contemplan con lujuria los escaparates, como si fueran golosinas prestas a ser devoradas. Hombres gordos, en su mayoría, lustrados, con los ojos también verdosos, como cristales de botella, las más de las veces fríos como mirada sin alma. Llegan apresurados, caminando seguros de pisar tierra conquistada. Londres, Paris, Ámsterdam.
A veces nos marchamos a las salas de países lejanos. Me gusta ver a los árabes, con sus faldones impolutos y sus manteos, caminar de frente sin contemplar nada a su paso como si pisaran tierra hostil. Con sus mujeres detrás de ellos, mirada baja, cubierto el pelo, algunas toda la cara, encarceladas con barrotes de tela y la autoridad del hombre. Las hindúes son vistosas como fruta de árbol con esos saris multicolores que reflejan la luz y ensalzan la imaginación hacia coloridos paisajes y sol calcinador.
Hacia mediodía paro, descanso y como. Es posible hacerlo por poco dinero. Un bocadillo, o bien, hurtando el sobrante de algún plato que algún pasajero apresurado dejó en la mesa o en las papeleras. Piense que aquí se come con premura, dejado al albur de la prisa por la próxima salida del avión. Hay días que rebañando se consigue una precaria comida, y algo de cena que guardo con entusiasmo. Hay unas horas de tranquila pausa, entre las dos y las tres de la tarde, sabe usted. Me siento un rato, casi hasta dormito, que la mañana es muy cansada, suelo ver la tele. Me gusta saber cómo va el mundo aunque no lo entienda. Aquí, bajo el paraguas de este teatro, uno se puede quedar aislado, salirse fuera de la normalidad. Por eso, de vez en cuando, miro la tele para comprobar que el mundo sigue caminando hacia el desastre. Desde aquí se muy claro, se lo aseguro.
La tarde llega y con ella vagamos despacio, hacemos pasillo. Luego la noche que va cayendo apagando la vida y las correrías. Los vuelos nocturnos son escasos. Aminora el ruido, se calma la trashumancia. Llega el momento de ceder al sueño.
¿Qué donde duermo? Ahí, amigo va en el ingenio. Cuando todo se apaga. En el silencio, despacio, sin ruido, me introduzco en una de las salas Vip. Suelen estar cerradas, pero no sé bien como, alguna vez alguien se deja una puerta abierta. Están calientes, tienen sofás mullidos. Si no hay suerte y están cerradas despliego el saco en una esquina discreta, repliego el esqueleto sobre mí mismo y me entrego al sueño. Y sueño, oiga. Sueño en color, con el calor dulce y ambiguo de un abrazo, con entrelazar las piernas con otras, cálidas, mientras las manos juegan con una piel que me apacigüe. O sueño en gris, con amplios pasillos que engullen gente y escupen ojos hacia la nada. Depende el día.
El sueño nos desampara. Sabe usted, a veces la miseria es poco solidaria. Ahuyenta la piedad, no tener casa ni nada despacha la impía venganza de los más débiles. Otras, en cambio, nos hermana…pero las menos. Depende siempre de un alma huidiza, de esa que sale por una puerta leve, que son los ojos. Por eso, observo. Es mi trabajo.
Fin.
María Toca
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