A mí me habéis enseñado lo poco que sé sobre literatura, que es decir lo mismo que me habéis enseñado lo poco que sé de la verdad y la belleza. Y a pensar que hay un mundo que solo puedo contar yo, desde mi habitación, desde la habitación que soy y que puede que solo me importe a mí, pero me importa. Gracias a todas las mujeres que no creyeron que aquel señor tan sabio, tan doctorado en gatos y señoras, tenía razón, que probaron a escribirse, cuando era algo tan difícil como poseer un escritorio, la calma y la quietud que se necesita para volcar aquello que eres en un escrito.
Gracias, entre otras, a Virginia W.:
Pregunto por qué las mujeres no escribían poesía en la época de Isabel I y no estoy segura de cómo las educaban; de si les enseñaban a escribir; de si tenían salitas para su uso particular; no sé cuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los veintiún años ni, resumiendo, lo que hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche. No tenían dinero,
de esto no cabe duda; según el profesor Trevelyan, las casaban, les gustara o no, antes de que dejaran sus niñeras, a los quince o dieciséis años a lo más tardar. Hubiera sido sumamente raro que una mujer hubiese escrito de pronto, pese a esta situación, las obras de Shakespeare, concluí. Y pensé en aquel anciano caballero, que ahora está muerto, pero que era un obispo, creo, y que declaró que era imposible que ninguna mujer del pasado, del presente o del porvenir
tuviera el genio de Shakespeare. Escribió a los periódicos acerca de ello.
También le dijo a una señora, que le pidió información, que los gatos, en realidad, no van al paraíso, aunque tienen, añadió, almas de cierta clase.
¡Cuántas cavilaciones le ahorraban a uno estos ancianos caballeros! ¡Cómo retrocedían, al acercarse ellos, las fronteras de la ignorancia! Los gatos no van al
cielo. Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare.
En la foto el escritorio donde, quizás, escribió Un cuarto propio.
Texto: Patricia Esteban Erles
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