Yo tenía una novia a la que no quise besar las uñitas de los pies. Ella no tenía padre, no recuerdo si es que se había muerto o se había ausentado. El lugar del padre lo ocupaba también yo, demasiado peso para un vendedor de polvorones y zapatos de Elche, que además en el teatro tenía que envejecer muy deprisa hasta convertirme en el Señor Pantalón.
Lo de ser novio y padre cuando tienes 20 años y ella 15 es perjudicial para la salud, pero eso lo sé ahora que es demasiado tarde y ya no se puede vivir otra vez. Yo creía que era bueno cuidando así una dalia que conmigo iba aprendiendo lo que correspondía a su edad. Juro que no hacía caso al padre Venancio Marcos, jesuita, falangista, requeté, y producto de la euforia de aquel tiempo vencedor. Es que me dio por ahí, por ser tan escaso con ella como don Benito Pérez Galdós con todas. Un pamemo, vaya. Porque ganas, yo más que el mejor borbón.
Lo lamentarás, lo lamentarás, me decían a la vez Guadalupe y Buero. Creo que ella se refería a una cosa y él a la contraria. Buero era comunista y pagó su abstinencia con una dama de la aristocracia. Yo aún arrastro la deuda de la noviecita que, harta de esperar, me dejó.
Y cuando la noviecita me dejó supe enseguida por qué.
Había ido con sus amigas a verme al teatro. Y al terminar la función, me lo comunicó. Se vio a sí misma, me vio a mí mismo, nos vio a los dos, y pensó que no quería ser la novia del Señor Pantalón. Y que estaba mejor sin padre que con uno tan parao.
Sentí que Guada y Buero tenían razón. Luego se me pasó. Y no sé qué ha sido de ella, quién o quienes le han besado las uñitas de los pies. Pero pido perdón a todos los colegios de monjas y juro que no se volverá a repetir. Me sobran besos aunque sea para una novia ciempiés. Pero si hasta los mesopotámicos hace casi 5.000 años besaban a tutiplén, hombre de dios.
Valentín Martín.
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