De la señora que cuida del hombre invidente, en el parque y mientras él escucha, ella observa. La observación sin ser vista desde el cansancio por los cuidados. Esa mirada.
La niña que recibe un golpetazo de su madre en el carrito porque ha cogido una manzana de la bolsa que está colgando. La sorpresa de la violencia inesperada. Esa mirada.
El niño al que el padre llama tonto en el gym. Tonto. Eres tonto. La devaluación de quien debía valorarte. Esa mirada.
El señor que pide algo de dinero en la calle, con una nariz de payaso descolorida, un pantalón a rayas de épocas mejores y una mano en alto tratando de llamar la atención. La negación de la existencia. Esa mirada.
La mujer en el autobús a la que su marido coge por la cintura como si no se pudiera valer por si misma y da un tirón en el brazo para que se siente a su lado.
La posesión y el control. Esa mirada.
La mujer vieja sentada en una parada, comiendo una bolsa de patatas fritas con voracidad y desnutrición afectiva, que te cuenta que nadie la espera en su casa. La soledad impuesta. Esa mirada.
El niño en el desierto que sale detrás de tu coche, corriendo con todas las fuerzas de los cuatro años, cuando en un gesto inconsciente y primermundista que no se te olvida, tú repartes caramelos y objetos entre sus iguales y no queda nada para él.
La ceguera privilegiada y capitalista. Esa mirada.
El chico al que atiendes profesionalmente y en medio de la intervención te cuenta que le llegan «las voces», otra vez «las voces». La realidad intrapsíquica paralela y el sufrimiento. Esa mirada.
La mujer de tu misma edad, diagnosticada de Alzheimer precoz, que te señala con el dedo la sien y expresa con dificultad un:
-Yo aquí, ya no sé qué me pasa.
Esa mirada.
Esas miradas son las que me conmueven, dan algo de sentido a la extrañeza del mundo.
Me interesan y me interpelan.
Las miradas mutuas, de ida y vuelta, que enuncian un no estás sola.
Solo.
Buen día, otro día.
María Sabroso.
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