Ha sido demasiado. Sentada frente a ella, me doy cuenta que no debí traerla, ni tan siquiera venir yo, porque esto es excesivo. Me mira con los ojillos de pájaro asustado que no consiguen proteger ni las bifocales que ha estrenado no hace mucho. Cierra la boquita tras cada bocado, con cuidado de seguir el correcto código de las buenas maneras. Subsume sus labios enrabietados del rojo de costumbre, impidiendo que ni un grano de arroz se le escape , para luego, con gesto comedido, pasar la servilleta suavemente por ellos, con el mismo cuidado con que, a ratos y de forma convulsa, limpia sus gafas. Se la empañan a cada poco y lo comprendo porque la atmósfera es agobiante. Estamos en hora punta, comiendo en el restaurante barato que otras veces he utilizado yo en diferentes condiciones, con otras personas que diferían mucho de ella.
Quisiera poder llevarte a algún lugar excelso, querida, tal como te merecerías en tu primer viaje, en esta iniciación que pretendo y siento que ya nació frustrada. No puedo permitirme dispendios, ya lo sabes. El sueldo congelado, la hipoteca en su meridiano más costosos y los meses, querida, que caen como piedras de molino engrasado. No puedo permitirme más de lo que hago, y bien que lo siento, porque aceptaste la invitación con un incierta alegría que me hizo concebir esperanza.
Fue un error traerte. Al contemplar tu figura enjuta, casi encogida mientras comes esta paella banal, casi insultante, me doy cuenta de que no debía precipitarme en sumergirte en plena marejada, precisamente en este barrio. Tú eres de otra pasta, y lo sé. Tu sutil persona acostumbra a rincones pequeños -cuatro son aglomeración para ti- a cuarto de labor, a estudio en biblioteca de pueblo y luego tomar cañas o mosto, porque ahora que recuerdo, tú tomabas mosto, con limón y guinda, que bailaban en tu vaso como adolescentes enrabietados con las dos piedras de hielo. Tú, querida, eres provinciana por convicción y suerte. Sigues rezando cuando la tormenta asoma a tu ventana, y cruzas la calle mirando a ambos lados, solo cuando el semáforo lleva mucho rato abierto. Y te encuentras aquí, en el barrio por excelencia donde todo exceso es costumbre, donde cualquier dispendio es ley y todo se permite. Mezclada con la pareja aquella que mantienen la mirada y las manos cruzadas, con un pegajoso deseo enredado en sus ojos, a pesar de que uno pasará largo la sesentena y el otro apenas ha cumplido los veinte. En medio, una mujer de complexión tan fuerte como un estibador, que contempla arrobada a la dulce rubia que tiene enfrente, como le cuenta alguna historia truculenta. Tú, destacas por inane, casi te trasparentas, entre la barahúnda de gente que mantiene su presencia en este restaurante de menú como avituallamiento hacia cotas de mucha más altura.
Creí que sumergirte en el marasmo de vida que supone este lugar, barrería para siempre la constricción que te impones y de rebote, me impones. Suponía que al enseñarte una parte del mundo, real, como la nuestra por lo menos, solo que sin corsés y sin las pétreas ataduras que cinchan nuestra vida diaria, responderías con un grito a la llamada de este oasis de libertad total. Esperaba que te soltaras, amiga, eso era lo deseado; ahora me doy cuenta que erré el tiro de forma claudicante. Me he equivocado. Y temo que el error cancele para siempre la nube en que encerramos la sutil forma en que nos entendemos.
Te veo esquiva, solitaria aunque vengas conmigo. Cerrada a la visión de gente en libertad. No quieres mirar alrededor y lo entiendo. Temes encontrarte el espejo donde se ven reflejados cada uno de tus días, cada una de tus mentiras y las mías, comprobando que se pudo hacer de otra manera. Tienes el miedo cerval que nubla el entendimiento, lo reprime y lo obliga a seguir ensimismado dentro de esa zona oscura, infeliz, que llamamos de confort. Ha sido contraproducente, lo sé, ahora que contemplo tu figura de pájaro ensimismado mientras comes ese atisbo de paella, que mantiene tus manos ocupadas a la vez que tus ojos intentan sobrevolar el campo de visión sin querer mirar los detalles, no sea que te sorprendas a ti misma deseando besar alguna boca indebida o rozar piel que no debes.
Amiga, cuanto siento no haber sido sensible para premonizar tu miedo, tu escasa defensa ante la realidad. Me gustaría explicarte que son las ganas de soltar uno a uno los lazos de esa soga que aprieta y no tiene sutura. Que son las ganas de ti, comprimidas por años de miradas secretas, de roces inconexos entre las sombras y la incertidumbre de si te habrás dado cuenta, o se la dan los de fuera. Años de soportar besos indebidos, pasiones desfogadas en un cuerpo que está muerto para todos menos para ti. Tiempo en que tan solo me consolaba de esta soledad ciega, la visión de aquella tarde, en que envuelta entre risas puberales, tú y yo, nos bañamos en el río. Y cuando nadie nos vio, cuando andábamos lejos de las monjas y de cualquier humano, te propuse quitarnos el bañador y pude ver tus senos incipientes. Sentí el hambre inmenso de ese botón oscuro, de esa piel nacarada que se hundía en el agua, diluyéndose entre las pequeñas olas que formabas al moverte. Que te apreté en abrazo, sintiendo piel con piel, en un momento en que tú parecías perdida por el frío mientras intentaba arroparte con mi calor, que brotaba como caldera ardiente entre mis muslos, deseando que el tiempo se parase, sintiendo el palpito de tus senos enfrentados a los míos y el vello púbico enredado, también, entre el mío. Fueron pocos segundos, pero valieron el mundo que siguió después de ellos. Por eso te he traído, querida mía, por ver si desatamos el tiempo y anudamos nuestros cuerpos en uno, como en aquel río hace más de cuarenta años. Por eso y porque ya está bien de sufrir. De recoger los mantos de nuestra cómoda existencia y volvernos del revés. O al menos intentarlo, querida. Por eso te he traído, aunque ahora compruebo que tu susto es tal que poco o nada conseguiré con ello. Quizá sea al contrario, ver este dispendio de libertad a secas, de bocas que se juntan, de manos que entrelazan el deseo con algo similar al amor, te deje exhausta aun antes de experimentar la discordancia que llevamos años postergando.
Me miras, desvalida. Adivino en tus ojos la herida profunda que he labrado con mi imprevisión. El reproche que lanzas con esa mirada huidiza es comprendido perfectamente por mí. No lo dudes, querida, te entiendo. Sé que hubieras querido seguir dentro del contraluz donde nada se espera porque hay unas cuantas seguridades que conforman el mundo. El tuyo, el mío ya no. Porque yo vine hace tiempo. Tú no lo sabes, querida, pero esto lo conozco mucho antes de esta vez, que para ti es la primera, y para mí ha sido furia y escape de un pueblo que a base de no tener cumbres, los ojos se escapan hacia el horizonte y una se pregunta ¿qué hay más allá?
He venido desde que dejé a Manuel, dos o tres veces al año, querida, te lo confieso en este silencio mudo en que comemos. Me he perdido por las calles de Chueca, esquinada en sus sombras, bajando a los infiernos de las lóbregas noches donde todo es posible. Y luego he vuelto. He frotado mi cuerpo con esparto fruncido para sacar las muescas de esas noches en que perdía el pudor y sacaba a la calle toda la triste desesperación de meses envuelta en el velo de la normalidad. Dos, tres días a lo sumo y luego tornaba a compartir contigo espacio en la sala de profesores, o mesa de comedor, mientras los alumnos vociferaban expectantes. Te pedía mil perdones, muda, como ahora, por no haber sido tu cuerpo en el que me había envuelto.
Volvía renovada, casi feliz, te lo confieso amiga, porque el lodazal donde me retorcía salvaba la poca cordura que quedaba en mi mente, para seguir impartiendo mes a mes las clases de biología que era mi especialidad y arrastrando una vida entre la calle Mayor, el cine del pueblo y la compra diaria. Tu especialidad, es literatura. Nunca sabrás, querida, como me recreaba mientras te veía, absorta, releyendo a los clásicos, o corrigiendo exámenes, mientras cabeceabas cuando algo no te gustaba. O cuando leías poemas o ensayabas la función de teatro de cada fin de curso. Para mí la literatura eres tú. Los poemas eran tu boca moviéndose al ritmo cadencioso de las palabras de amor, que tú decías al viento y yo sentía que me los dedicabas.
Por eso te he traído. Lo he intentado, con esta rabia ciega que me lleva a quemar unas naves que nunca fueron mías, en aras de unas intenciones que quizá ni compartas. Te he traído, querida, buscando ese milagro que hiciera mecha en tu pecho dormido.
Yo me casé. Tú no. Asististe a mi boda como penado marcha al cadalso, de eso estoy segura. Me besaste, al acabar la ceremonia y dijiste las mismas palabras que todas pronunciaron: felicidad Matilde. Te deseo que seas muy feliz. Vi en tus ojos, que aún no calzaban los lentes ni se habían apagado las lucecitas de mica que anidaban en ellos, el dolor sordo de una cruel redención. Fue un vano intento, querida, lo sabes. En cambio, tú, fuiste en eso más fiel. Soltera, sin novio. Jamás un escarceo, más que los de la pubertad, o los que impulsaba tu juventud tan exuberante y bella como la que más.
No se te conoció varón. Ni uno. Del colegio a casa. Lecturas, teatro en la ciudad, cine, mucho cine, eso sí. Viajes culturales, creo que nada más. Pusiste mil cerrojos a tu cuerpo para que no escapara ni una sola esencia que el tiempo, quizá, apolilló. Yo, en cambio, probé mucho. Intenté una y mil veces torcer lo natural. En vano intento, querida, lo confieso, porque esas cosas nunca salen bien, pero eso tú ya lo sabías de antes. Quizá esto no te guste, pero es posible, que mi forma de vivir, te gustara menos. Ahora que lo pienso, al negarte al mundo, fuiste más fiel que yo. Por eso te he traído, por si podemos juntas volver a aquel río y retomar el camino. Ya sé que no es posible, que el tiempo camina hacia delante y nada lo puede parar, pero al menos lo intento. O caminar lo que resta sin miedo al porvenir. Por eso te he traído, y por eso me callo, mientras tú que ya has acabado la infumable paella, esperas el postre con callada actitud.
Epílogo
Al pagar algo parecido a una sonrisa me has dedicado, tocaste con el cuidado de quien no quiere molestar, mi mano, y me dijiste: déjalo Matilde, ya has hecho bastante. Pago yo.
Hemos caminado por el barrio, mientras te explicaba los entresijos y los pormenores de la vieja historia que florece en cada esquina. Alguna bandera irisada floreaba a nuestro paso en balcones perdidos, tiendas de musculación, sex-shop variados, puertas cerradas que se abrirán como fauces a la nocturnidad dentro de unas horas, cafeterías chic, tiendas de ropa insultantemente cara y el ruido de una calle que vive a toda hora convulsionada y en perpetua lozanía.
De pronto, tu mano ha tomado la mía. La has dejado caer como paloma herida. La he tomado, sintiendo el calor de un cuerpo cercano, a veces, tan lejos como el mundo. Hemos seguido andando, hasta el museo del Romanticismo que recorrimos contemplando sus excesivas salas. Tu mano ha seguido en la mía, como si fuera apéndice seguro que nunca se desprende. De pronto, has parado, te has vuelto hacia mí.
-Matilde, no niego que estoy aterrada. Este barrio es hermoso pero su ambiente me cansa. Tienes que comprender que nunca he visitado un sitio así. Aunque he viajado, tú sabes que soy más de Viena, de París, de Londres, moviéndome en zonas seguras, culturales y turísticas. Pero no te equivoques si crees que estoy asustada por lo que ha de venir. Hemos pasado una vida como naufragas en islas cercanas pero distantes, hora es ya de acercarnos. Matilde, llévame despacio al hotel y mañana seguimos con el turismo. Vamos a reiniciar nuestra vida como si no hubiera pasado más que un rato y aún siguiéramos mojadas por el agua del río. Matilde, vamos. No perdamos más tiempo que ya llevamos demasiados errores cometidos.
FIN
María Toca
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