El debate sobre la eutanasia vuelve a la primera línea política con el suicidio asistido de María José Carrasco y nos hace reflexionar sobre las relaciones entre la vida como hecho biológico, la vida encarnada en la persona con derechos y autonomía, el poder (los partidos) y su relación con ambas cosas.
Merece una cierta consideración pensar que, en momentos electorales, cuando se supone que los partidos políticos no se atreven a separarse un momento de la demoscopia, en este asunto, en cambio, todos ellos (excepto Podemos) se han negado —en reiteradas ocasiones— a legislar en el sentido que está pidiendo casi el 80% de la población. Algo muy nuclear, entonces, tiene que jugarse ahí cuando los partidos o las religiones que representan al poder político y económico se oponen a cualquier cosa que signifique reconocer el poder de los sujetos sobre sus vidas, y cuando la izquierda miedosa —el PSOE— dice que sí en campaña para rechazar luego, cuando podría aprobarlo, cualquier propuesta en ese sentido. Y mientras, el dolor sucede. Y este debate no es solo sobre la eutanasia, sino que tiene que ver con el debate sobre el aborto, la experimentación con células madre, la fecundación artificial, la posibilidad de drogarse para evitar el dolor físico o psicológico, etcétera.
Cuando hablamos de una niña embarazada de un feto anacefálico a la que se le obliga a parir y luego a amamantar a ese bebé destinado a la muerte, o cuando hablamos de una persona que en los últimos días de su vida pide morir porque ya no soporta el dolor ni la vida, una vida que ni siquiera puede arrebatarse a sí misma, estamos hablando de lo mismo: del poder. Hay un componente evidente del poder patriarcal en el primer caso, de disposición del cuerpo de las mujeres y de control de su sexualidad, pero no es solo eso. Ambas cosas tienen que ver con la maquinaria de control de la vida, con las condiciones de producción del discurso sobre la vida y de cómo estos discursos se entremezclan con la política.
No olvidemos tampoco que sabemos de sobra que ninguna persona rica muere entre dolores y ninguna de ellas tiene problemas para encontrar quienes le suministren lo que necesita cuando lo necesita, de la misma manera que si jamás se ha conocido el caso de una adolescente rica embarazada no es porque esto no ocurra, sino porque las ricas acceden al aborto siempre que lo necesitan. El poder se muestra sobre quién puede mostrarse, no se crean los mecanismos de poder para que aquellos que lo detentan se opriman a sí mismos.
Y ya sabemos, gracias a Foucault entre otros, que la política de poder y control sobre los cuerpos ha cambiado en la modernidad en el sentido al que ahora nos enfrentamos. El poder no estaba interesado en la conservación de la vida cuando era su prerrogativa destruir los cuerpos. De hecho, la Iglesia no consideró un pecado grave el aborto hasta bien entrado el siglo XIX, hasta el pontificado de Pío IX, concretamente. Antes de eso, la Iglesia no se preocupaba por el aborto y muchos padres lo consideraron un pecado venial e incluso preferible a muchos otros de los que pudiera cometer una mujer.
La Iglesia comienza a preocuparse por el embrión solo cuando las mujeres comienzan a emanciparse de la influencia de aquella en sus vidas. De la misma manera, el poder no tenía como objetivo conservar la vida de nadie cuando podía destruirla casi a su antojo y hacerlo, además, en medio de los tormentos más terribles. El soberano era el dueño de los cuerpos de sus súbitos y esos cuerpos podían ser torturados, desmembrados, quemados. El poder absoluto disponía de los cuerpos absolutamente.
A partir del siglo XVII, con la llegada de la modernidad, aparece el discurso de los derechos y cada sujeto comienza a aparecer como dueño de su vida y de su cuerpo. El poder absoluto decae y se comienza a poner límites al derecho de éste sobre los cuerpos. Cuando el Estado pierde la capacidad de decisión y control sobre el sujeto, porque este adquiere derechos, y la vida del individuo se convierte en un derecho de este; cuando ya no hablamos de cualquier clase de vida, sino de una vida con derechos, entonces el poder comienza a virar y pasa de disponer del poder de arrebatar la vida al poder de obligar a mantenerla a toda costa, a costa de la voluntad del propio sujeto incluso. Solo cuando los vivientes pasan a ser personas con derechos, cuando asumen características de autodeterminación y conciencia de sí (primero los ricos, después todos los hombres, más adelante las mujeres) es cuando, paulatinamente, el poder, ya sea el poder político o el religioso, comienza a preocuparse obsesivamente por la vida. Y esto no ocurre solo como nueva manifestación del poder (el poder siempre tiene que manifestarse), sino también para enmascarar que no entendemos lo mismo por “vida”.
Frente a la reivindicación de derechos propia de la modernidad y a la consolidación de algunos de ellos después de la II Guerra Mundial, el poder capitalista asume defender la defensa de la vida (fetichizarla incluso) únicamente como preservación biológica, sin que importen las condiciones en las que dicha vida se desarrolla. Porque del debate sobre la eutanasia de María José Carrasco salen dos hilos de debate. Uno es el de la eutanasia propiamente dicha y otro es del de las condiciones de vida de esa mujer completamente abandonada a su suerte por el Estado, y dependiente de la bondad, en este caso, de su marido.
Los grupos conservadores buscan aparecer en este debate —y desde su inicio— como grupos de defensa radical de la vida, pero defienden una vida despojada de derechos. Ya no es sólo la prohibición del aborto, sino el control que se ejerce sobre los cuerpos femeninos a través de la regulación de los embarazos cuando se están aprobando leyes que pueden llevar a la cárcel a mujeres embarazadas por conducir de manera imprudente, o por fumar o por beber; o la prohibición no solo de la eutanasia activa, sino de cualquier analgésico que combatiendo de manera efectiva el dolor pudiera acortar una vida ya terminal, o incluso la sospecha que se hace recaer sobre cualquier fármaco que combata efectivamente el dolor.
Así, se da la aparente paradoja de que los grupos proderechos (humanos) se enfrentan a los llamados provida, que en realidad son anti esos mismos derechos. El debate se hace bascular entonces hacia donde no parece importar la calidad de la vida, sino solo el mantenimiento de la misma a cualquier precio y por encima de la propia voluntad del individuo, de su dolor y de su libertad. Se enfrentan los que ven en la vida un campo de dignidad, posibilidad de felicidad y bienestar frente a los que defienden la vida como hecho biológico objeto de control. Derechos/dignidad frente a control y regulación.
Es evidente que los que se llaman a sí mismos provida no quieren que esas vidas sean vivibles, sino que es al contrario; quienes más contribuyen a degradar la vida humana hasta límites insoportables aparecen luego como defensores a ultranza de la misma. ¿Cómo se expresaría el poder si no es demostrando que se controlan los cuerpos y las vidas? Y, sin embargo, hay excepciones; y esas excepciones se articulan a la manera capitalista: no tenemos derecho a disponer de nuestros cuerpos o nuestras vidas, no podemos beber embarazadas, ni combatir el dolor extremo con drogas, ni matarnos o amputarnos, pero podemos hacer casi cualquier cosa con nuestros cuerpos si eso supone ponerlos al servicio del mercado y tratarlos (tratarnos) como una empresa.
Podemos vender (nos), vender partes de nuestros cuerpos, podemos amputarnos si es para normativizarnos o convertirnos en un producto, podemos drogarnos si es para consumir. Y el Estado (los Estados) pueden matar, arrojar al mar, matar de hambre, contaminar todo aquello que hace la vida posible.
El capitalismo convierte la muerte en un tabú mientras finge enfáticamente que la defensa de la vida es el principal mandato del Estado de derecho. Porque el llamado Estado de derecho no proporciona ya derechos, porque no puede siquiera regular la economía, es por lo que se empeña aun en regular la vida biológica de los sujetos obsesivamente y así, al centrarse en la vida biológica no tener que abordar lo que la mayoría llamamos vida y que es la que defendemos: la vida buena para vivirla.
Beatriz Gimeno
Deja un comentario