Sí, están los que aseguran que, puesto que es planeta, sin duda la tierra es plana y los que niegan la existencia del virus. Con esos, que ni se amoínan ni se entregan, dado que son como el alcornoque que ya le pueden sacar la piel a machetazos, que ni siente ni padece, no cuento, pues tarugos siempre los hubo, los hay y los habrá por los siglos de los siglos, amén.
Me refiero más bien a lo que damos en llamar gente corriente como usted y como yo.
La generación de mis abuelos aún oyó hablar de la Gripe Española y de la Primera Guerra Mundial. Ellos y la generación de mis padres vivieron en sus carnes la Guerra Civil, el hambre y la miseria de la Postguerra y la Segunda Guerra Mundial. A nosotros y a nuestros hijos nos ha tocado la Crisis de 2008 -también llamada estafa- y esto de ahora, sindémia por mejor nombre. Todas esas experiencias son terribles y tiene poco sentido establecer comparaciones, aunque quiénes se fueron a pegar tiros con 17 años o los que hacían sopa con unas pocas algarrobas, sin duda lo harían seguramente con razón. Pero nunca hasta ahora habíamos oído hablar de “fatiga” para describir el estado de ánimo de quienes sufrieron y sufrimos estas calamidades.
Hay una canción de Javier Krahe que probablemente conocen ustedes. “Marieta” cuenta la historia de quien encuentra a su amada con otro y se lamenta: “y yo allí con mi flor como un gilipollas, madre” Pues bien, “fatiga pandémica” es como si el poema dijera “y yo allí con mi zambomba como un gilipollas, madre” para explicar el estado de ánimo de quien se queda sin Halloween, el Black Friday o las entrañables fiestas navideñas, como va a ocurrir este año.
Digo esto porque los tales expertos aluden a la “fatiga pandémica” como mal que afecta a los que, no habiendo sufrido ellos directamente o en sus seres queridos la enfermedad o sus duras consecuencias económicas, se muestran desalentados y morugos, levantiscos a veces, ante la posibilidad de no poder ir el finde a Cullera, tomar unas tapas en el bar de Mariano, reunirse en el parque con los colegas a cocerse de calimocho o ir de tiendas, actividades todas ellas imprescindibles cuando uno sale de un duro confinamiento de tres meses tres y otros cinco meses cinco de insoportable incertidumbre y de ese infame distanciamiento tan anti español que nos aconseja no frotarle la parte baja de la espalda o el omóplato al amigo de un amigo que nos acaban de presentar. Se comprende que den ganas de gritar ¡libertad! a pleno pulmón cuando nos sueltan un poco de la mano los de la dictadura constitucional.
A mi me da que ahora, como la generación de mis abuelos y la de mis padres, nos tenemos que sacar las castañas del fuego nosotros mismos. No es ese rollo de la responsabilidad individual que nos recuerdan cada día los que abdican también cada día de la responsabilidad pública que les tenemos encargada y por cuya vigilancia y ejecución les pagamos. Es más bien una cuestión práctica.
De manera que dejen de quejarse y aprieten el culo porque la vida sigue entrando por los poros cada mañana aunque lleven mascarilla. Hagan lo que puedan por sí mismos que, en esto de la Covid, es lo mismo que hacerlo por los demás.
Eso sí, tomen nota mental de quién está a la altura y de quién no. No se van a ir y cuando todo esto pase, debemos seguir protegiéndonos todo lo posible de ellos.
Juan A.Cabrera Padilla.
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