Prisa era lo único que tenían.
La creciente oscuridad les apremiaba. El cuerpo del conde yacía en su ataúd de madera forrado de raso rojo y refuerzos de metal.
En seguida le dieron fuego. Las llamas consumieron rápidamente el cuerpo, como si su consistencia fuera en parte etérea. La madera tardó más.
Miraron en silencio las llamas y el humo. Todo debía desaparecer. Las mismas cenizas se tenían que aniquilar. Sólo admitieron restos de metal retorcido como testigo de la eficacia destructora.
Cuando el aire del salón se hizo tan enrarecido que no podían respirar, abrieron un ventanal. Fue entonces cuando el fuego recobró vida y un extraño aliento recorrió la estancia perdiéndose en lúgubres pasillos.
Una vaga inquietud se apoderó de ellos. Finalmente, el fuego se apagó. Revisaron con detalle los restos y quedaron satisfechos.
En el silencio posterior, creyeron oír un ruido. Se acercaron a la gran escalera de caracol. Uno de ellos, quizá el más inconsciente, reclamó nervioso una identificación.
La duda que les había asaltado se confirmó en evidencia helándoles el corazón…
Marisa Pradera
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