Aunque el manto de niebla aún no se había desatado y acolchaba el paisaje volviéndolo algodonoso, casi inexistente, me sentí más feliz que otras mañanas. Algo parecido al entusiasmo que sentía de niña cuando nos acercábamos a las ferias y el olor a fritanga y alegría me llegaba antes, incluso, de percibir mis ojos la miríada de gente que bailaba al son de los tambores y clarines. Ese mismo aleteo temprano en el pecho, ese crujir de huesos por la prisa, ese alborozado estío corporal, que parecía muerto, desde hace tanto, me invade de nuevo, al abrir mi ventana.
La ermita se intuye a lo lejos, más por el sonido apagado de la pequeña campana, que por su silueta desdibujada por la niebla. Al llevar mis ojos hacia ella, el aleteo del corazón se inflama. Hoy, viene él. Hoy, le espero. Hoy, el día es más luminoso, más efímero. Hoy, al despegar los pies del suelo, volaré en pos de una voz, de un consuelo, de unas manos barrocas, acogedoras, cálidas. Porque hoy toca confesión, se abre el cielo para traer de su mano la bendición que ensancha mi seno .
Cuando el aleteo suave de su voz me susurre el perdón, yo sabré que me llevo, además, sus manos quietas que se posan sobre mi pecho, abriéndolo en canal, dejándome hueca, febril de amor infame por inconfesable y amainado.
María Toca
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