Cuando el doctor entró en su cuarto los dos sabían que la partida estaba perdida. El doctor lo abrazó, a falta del milagro que no traía en uno de los frascos de su maletín. Chéjov sabía mucho de la muerte. Se incorporó en la cama como si pensara en levantarse para acudir por su propio pie al encuentro de la que lo estaba aguardando.
Ich sterbe, confirmó.
Me muero.
Y entonces el médico se apresuró a ponerle una inyección de alcanfor y pidió champán. Lo trajeron. Chéjov se bebió una copa entera y miró a su esposa.
Hacía tiempo que no bebía champán, susurró sonriendo, porque dejar de respirar eran esas burbujas doradas que ya daba por perdidas, el sabor no del todo dulce de un brindis de fin de año. Se durmió como un niño y aseguró Olga Knipper que entonces una enorme polilla gris entró por la ventana y se chocó contra las paredes y el techo y la lámpara, como si fuera el símbolo de algo, la mensajera final. Como si a Antón Pavlovich Chéjov aún le hubiera concedido la vida el tiempo suficiente para escribir un último relato.
Carver siempre consideró lo consideró su maestro en el arte de contar la trascendencia que sugieren las vidas anodinas, los gestos rutinarios de la gente corriente a la que se les estropea la nevera o rompe una relación con los ojos fijos en el dibujo de caballos del mantel. . Colgó en la pared del cuarto donde tecleaba en su vieja máquina un retrato de Chéjov y contó la muerte del autor ruso en un cuento sublime, “Tres rosas amarillas”, que se distancia mucho en tiempo y espacio de su universo literario, esa Norteamérica contemporánea de perdedores que beben más de la cuenta.
La noche en que habría de morir, Raymond Carver, enfermo desde hacía un tiempo de un cáncer de pulmón que se le había extendido al cerebro, no bebió champán, pero quizás el equivalente a los sorbos que dio Chéjov a su copa fue una película que disfrutó sentado en el salón de su casa de Washington. El film en cuestión, Ojos negros, con Marcelo Mastroianni como protagonista, adaptaba varios relatos chejovianos, entre ellos «La dama del perrito«.
Y yo, que nunca he sido fan de Carver, envidio la gracia con la que se despidió de su esposa en su lecho de muerte. Tess Gallagher le prometió viajar a Rusia, a visitar la tumba de Chéjov, aunque sabía que ya no había tiempo. Carver sonrió: Estaré allí antes que tú. Ahora viajo más deprisa, le contestó.
Patricia Esteban Erlés
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