La admiración por los tiranos

El afamado cineasta norteamericano Oliver Stone realizó en 2017 un documental con cuatro largas entrevistas a Putin en la intimidad de sus dependencias dentro del Kremlin. Desde entonces no han sido pocas las ocasiones en las que Stone ha demostrado sentir una indisimulada admiración por el dirigente ruso cada vez que alguien le pregunta por él. Una opinión que no parece haber cambiado un ápice con la guerra de Ucrania si nos atenemos a unas recientes declaraciones del realizador norteamericano en las que no tiene empacho en hacer suyos todos y cada uno de los argumentos que utiliza la propaganda rusa para justificarla. De ese modo, Stone asegura que, cómo no, el verdadero culpable de la invasión de Ucrania no es aquel que ha ordenado a sus tropas entrar a sangre y fuego en el país, destruir ciudades enteras, bombardear a la población civil, provocar el éxodo de millones de refugiados, y todo ello con el ya descarado propósito de adueñarse de una parte del país de acuerdo con fines exclusivamente estratégicos por mucho que la propaganda al uso lo vista con la retórica nacionalista al uso; ya saben, lo de socorrer a la población de origen ruso o ya solo rusófona del hipotético genocidio perpetrado contra ellos por las autoridades neonazis de Kiev. De ese modo, Putin solo sería el protector auto designado de los treinta millones de rusos que quedaron fuera de las fronteras rusas como consecuencia de la disolución de la URSS. Otra cosa es, por supuesto, la paradoja de que dicho argumento recuerde tanto al que usó Hitler en su momento para justificar la anexión de los Sudetes de lengua alemana o la invasión de Polonia con el Dázing como excusa por más de lo mismo. No, ni mucho menos, el pobre Putin solo es un patriota sincero que se ha visto obligado a todo lo anteriormente dicho por culpa de la amenaza que representa para Rusia la política exterior de EE.UU a través de esa organización armada a su servicio exclusivo que es la OTAN. Oliver Stone comparte el reproche que hace Putin a dicha organización de haberse expandido hacia sus fronteras con el único fin de acoquinarla. Así pues, el hecho de que fueran precisamente la mayoría de los países fronterizos con Rusia los que prácticamente corrieran a apuntarse a la OTAN para que les protegiera de la potencia que durante la época soviética les había ocupado de facto, como en caso de los países bálticos, o mantenido bajo su órbita con mano de hierro, como en el de Bulgaria, Chequia, Eslovaquia, Hungría, Polonia, parece ser un detalle menor tanto para el autócrata ruso como para su apologista norteamericano. De hecho, las sintonía de Oliver Stone con la propaganda rusa para justificar la invasión de Ucrania es tal que en una entrevista a una cadena de radio de Miami no dudó en ir más allá de aquellos que hacen referencia en exclusiva a los imperativos geoestratégicos de Rusia como un estado moderno, sino que habló también de Ucrania como el germen de todo lo ruso desde los tiempos en los que la ciudad era la capital de la Rus de Kiev bajo dominio vikingo o rus, que es como la población eslava denominaba a los varegos o suecos llegados del norte para conquistar o comerciar, lo que con el tiempo devino en el primer estado eslavo oriental. Dicho de otro modo, Stone entiende, siquiera condesciende, con la idea de Putin de que no existe Ucrania como nación sino como un simple territorio relativamente apartado en lo lingüístico y cultural del conjunto de la nación rusa. Eso o, como suele ser lugar común en la mayoría de las fuentes históricas rusas, la Pequeña Rusia desgajada, si bien que por razones de la geopolítica resultante de la disolución de la antigua Unión Soviética, de la Gran Madre Rusia. De ese modo, Putin solo tendría en mente reunir las dos partes de un mismo tronco.

Por si fuera poco, y aunque Stone parece obligado a condenar la invasión de Ucrania, y aquí da igual si por una verdadera convicción pacifista o por no acabar escaldado demasiado frente a la opinión mayoritaria en su país, tampoco duda glosar a Putin como un gran líder que hace lo que hace obligado por las circunstancias, vamos, por la perfidia innata del capitalismo occidental y la de EE.UU en particular.

 «La prensa lo pinta como un irresponsable, un loco, comparable a Hitler o Stalin, pero el hombre que yo conocí era una persona muy racional, tranquila que se pensaba todos los movimientos, reflexivo como un jugador de ajedrez y siempre, en mi opinión, tratando de defender los intereses del pueblo ruso. Él siempre se ha considerado un hijo de Rusia, lo que implica patriotismo pero no nacionalismo».

Dejando a un lado el hecho más que contrastado de que todos los nacionalismos expansivos han justificado su agresión a otros países con la excusa de defender los intereses de su patria, resulta muy curioso que Stone ensalce el patriotismo de Putin al tiempo que desdeña el de Zelensky, al que acusa, una vez más en sintonía con la propaganda rusa, de ser una mera marioneta de los intereses occidentales y de los de un tal Joe Biden en particular. Peor aún, Stone no solo ensalza a Putin como el gran líder ruso que hace lo que hace por patriotismo, vamos, porque no le ha quedado otra que llevar la muerte y destrucción a un estado independiente tras un referendo aprobado en su momento por la inmensa mayoría de la ciudadanía ucraniana y reconocido internacionalmente como tal, y eso por mucho que al líder ruso este detalle le parezca una aberración histórica, sino que además nos dice que lo hace desde su perspectiva de hombre de izquierdas.

Porque sí, es verdad que Oliver Stone ha sido siempre un hombre de izquierdas que ha cuestionado, y la mayoría de las veces con mucho acierto, el imperialismo innato que condiciona la política internacional de la mayoría de las administraciones norteamericanas. Sin embargo, ¿puede una persona de izquierdas presentar a Putin como el reverso, siquiera ya solo como mero contrapeso, a las políticas imperialistas de EE.UU, e incluso como modelo alternativo a los desmanes del sistema capitalista que buena parte de la izquierda considera la fuente de todos los males que aquejan a la humanidad? Dicho de otro modo, ¿obvia a propósito Oliver Stone el hecho de que Putin fuera un antiguo miembro del KGB cuya principal aspiración al llegar al poder, además declarada por activa y pasiva, no fue otra que recuperar por todos los medios el antiguo esplendor que según él había disfrutado Rusia durante el periodo soviético? Medios que, al poco de llegar Putin al poder por designación exclusiva del que aparentó ser en un primer momento el gran reformador de aquel sistema corrupto e inviable que era la antigua Unión Soviética, Boris Yeltsin, no tardaron en concretarse en una dictadura más o menos encubierta en la que el poder absoluto sigue en manos de un solo hombre mediante el recurso a la represión del adversario político, el control de los medios de comunicación y, como en el caso que nos ocupa con la guerra de Ucrania, una propaganda machacona  y omnipresente de corte ultranacionalista con la que se hace especial hincapié en las amenazas a las que se enfrenta “la Madre Rusia” por culpa de todos esos extranjeros que la quieren mal y cuyo único interés respecto a ella es verla débil y humillada. A lo que hay que añadir el muy particular y sobre todo perverso modelo económico que resultó tras desmembrar el sistema productivo soviético para entregárselo en propiedad a antiguos directivos o inversores, los cuales se convirtieron de inmediato en los famosos oligarcas en deuda eterna con el Kremlin. Oligarcas cuyas descomunales y hasta obscenas fortunas son el verdadero símbolo de lo que podríamos llamar la versión rusa del capitalismo, consistente en que el estado aplica su particular laissez-faire siempre y cuando el estado ruso, Putin, no tenga luego problemas de financiación para sus políticas de restauración imperial, siquiera ya solo para mantenerse en el poder simulando una democracia de cara a la galería.

Todo muy reconfortante para una persona de izquierdas, alguien a la que se le supone entre sus prioridades la defensa de ciertos valores democráticos, siquiera ya solo de acuerdo con lo que Norberto Nobbio definía como aquello que caracterizaba a la izquierda por encima de cualquier otra consideración, la defensa de la libertad, la igualdad y la justicia. Porque sería muy interesante saber cómo compagina Stone la defensa de dichos valores con su admiración por un autócrata cuyo país ha retrocedido en casi todos los indicadores que miden la igualdad a los tiempos de la Rusia zarista. Y qué decir respecto a la libertad de la que disfruta el ciudadano medio ruso. ¿Preguntamos a los homosexuales? ¿Preguntamos a los periodistas que se juegan la vida como lo hizo Anna Politkovskaya? ¿Preguntamos a los opositores como Novalnis, primero envenenado y luego encarcelado?¿Incluso a los oligarcas al cargo de los sectores estratégicos del país como el recientemente asesinado Alexander Subbotin, el exgerente principal de la compañía energética rusa Lukoil que apenas unos meses antes había reclamado un rápido fin de la guerra entre Rusia y Ucrania, uno más en la larga lista de estrechos colaboradores del Kremlin que han aparecido muertos bajo extrañas circunstancias desde que comenzó la invasión?

Pero bueno, para qué engañarnos, si los admiradores de Putin nos saldrán enseguida con lo de que en todas partes cuecen habas. Los admiradores de Putin como Stone siempre tendrán un sofisma a mano para hacernos creer que en occidente disfrutamos de una democracia vigilada, un estado de derecho a servicio exclusivo de las élites y todo, absolutamente todo, sometido a los intereses del capital. Y no niego la mayor; pero, ¿acaso también del mismo modo tan grosero, arbitrario, constante y sobre todo criminal que sucede en la Rusia de Putin? Porque cuando Stone nos habla de su admiración por el antiguo agente del KGB lo hace siempre en contraste con el desprecio que siente, no solo hacia el actual presidente de su país, Joe Biden, sino también hacia la inmensa mayoría de los líderes que ha tenido EE.UU a lo largo de su historia contemporánea sin excepción. Presidentes estadounidenses que, por cierto, y por mucho, poco o nada que nos gusten, fueron elegidos de acuerdo a unas mínimas garantías democráticas que en Rusia brillan por su ausencia. Para Oliver Stone el mal parece estar siempre y por principio en su casa, es EE.UU quien ha convertido el mundo en un lugar inseguro invadiendo países para derrocar a tiranos como Sadam Hussein o Gadaffi y colocar gobiernos títeres a su servicio, siquiera ya solo interviniendo desde la sombra para poner fin al descontrol de las primaveras árabes colocando a nuevos tiranos en sustitución de los anteriores como en Egipto con Abdelfatah El-Sisi. En eso, lo reconozco, nadie le lleva la contraria a Stone. Pero, ¿acaso los despropósitos imperialistas de EE.UU hacen buenos los de Putin? Porque ese parece ser el meollo de la cuestión, lo que anima a gente de izquierda como Stone a condescender ya no solo con la política de Putin, sino también con sus crímenes. ¿Puede haber un crimen mayor que provocar una guerra en la que mueren miles de inocentes? ¿Hay o no hay algo, quizás mucho, de imperialista, incluso de etnocéntrico, en la actitud de Oliver Stone cuando solo ve el pecado entre los suyos, Occidente y EE.UU en particular, insisto que la mayoría de las veces con mucho tino, y poco o nada en su admirado Putin única y exclusivamente porque está convencido de que es el único líder extranjero lo suficientemente valiente para plantarle cara a la política internacional de su país? ¿Está convencido Oliver Stone de que todos los crímenes de EE.UU hacen buenos los de Putin, algo así como otorgándole una especie de carta blanca para que lleve a cabo su imperialismo de andar por casa sin que nadie tenga derecho a recriminarle nada? ¿Será que a los adalides de las grandes causas como Oliver Stone solo les interesa la defensa las libertades y la igualdad de los ciudadanos cuando son las de sus compatriotas, y de ahí que las de los rusos o los ucranianos como si fuera un asunto de ciudadanos de segunda o tercera? Ni más ni menos que al estilo de lo que pensaban muchos ilustrados progresistas, e incluso revolucionarios, europeos y estadounidenses del siglo XVIII y XIX acerca de los pueblos nativos de sus colonias a los que esclavizaban o negaban los derechos civiles de los que disfrutaban ellos en razón del color de su piel. Al fin y al cabo, gente con la que se puede jugar al ajedrez, tal y como asegura Stone que se limita a hacer Putin con las vidas de miles de seres humanos, rusos y ucranianos, y por la que merece toda su admiración.

Con todo, no parece que haya nada nuevo en esta inclinación de cierta gente del mundo de la cultura que se reclama de izquierdas, o ya solo con una visión progresista de la vida, por los tiranos de su época. Una inclinación que podríamos remontar a la Antigua Grecia, donde, de hacer caso a la Historia de Heródoto o a Sófocles en Edipo Rey, los tiranos se presentan como figuras providenciales que surgen casi de la nada para poner orden en el caos sin las connotaciones negativas. Una percepción de la tiranía como algo positivo que fue cambiando con el tiempo, desde la que veía en el tirano a una especie de filántropo que dedicaba su tiempo y recursos en beneficio de sus conciudadanos, a esa otra ya generalizada que lo hacía como un ser sin escrúpulos que se aprovechaba del ejercicio del poder en su propio beneficio, y que es además la razón por la que la inmensa mayoría de los que admiran a los tiranos posteriores al periódico clásico, digamos que desde Julio Cesar a nuestros días, niegan precisamente la condición de tiranos a estos. Otra cosa era la visión de los grandes filósofos de la época, los cuales, como Platón, destacan el carácter arbitrario, cuando no antojadizo y cruel, de aquellos poderosos o caudillos militares que ejercen el poder mediante la fuerza. Aunque, tampoco nos engañemos, Platón no tenía reparos en aceptar la tiranía como un mal menor. Todo lo contrario de Aristóteles, el cual sí rechaza la tiranía como el peor de los gobiernos y subraya algo que será una constante histórica hasta nuestros días:

¨El tirano sale del pueblo y de la masa contra los notables, para que el pueblo no sufra ninguna injusticia por parte de aquellos. Se ve claro por los hechos: casi la mayoría de los tiranos, por así decir, han surgido de demagogos que se han ganado la confianza calumniando a los notables¨.   Aristóteles, Política, V, 10, 3-5.

Sin embargo, y a pesar de todos los ejemplos de grandes personalidades de las letras o de las artes entregadas al elogio desmedido de todos y cada uno de los tiranos que ha habido a lo largo de la Historia, considero que la admiración que sentía Stendhal, el gran literato francés del XIX, por Napoleón es el antecedente más ilustre a esa otra que siente Stone por Putin. Parecida porque es la admiración de un hombre de ideas revolucionarias, puede que con la edad ya solo progresistas, que dedica a Bonaparte dos textos separados por veinte años, Napoleón” y “Vida y Memorias”, algo así como el documental de Oliver Stone sobre Putin de la época, y en los que vierte todo tipo de elogios sobre las obras y milagros del emperador francés contando su vida desde sus orígenes a su exilio en Santa Elena. Dos volúmenes en los que no se limita solo a justificar las acciones y decisiones del hombre que puso fin al proceso revolucionario y democrático francés restaurando la monarquía en su persona al proclamarse emperador, el general que arrasó a sangre y fuego toda Europa quitando y poniendo soberanos a su antojo, sino que también glosa las virtudes del pequeño corso:

“Lo mismo en una conversación que en la guerra, era fértil, lleno de recursos, rápido en discernir y pronto en atacar el lado débil de su adversario. […].

Una admiración innegable y sobre todo grandilocuente por la figura del líder providencial surgido de la nada para poner orden en medio del caos interno y la amenaza exterior, el héroe victorioso, épico incluso, de los campos de batalla, todos ellos sembrados con la vida de miles de inocentes. Y sin embargo, y acaso a diferencia de lo que hace Stone con Putin, Stendhal tampoco ahorra alguna que otra crítica a Napoleón, como la de ser un “vulgar déspota” o, esa otra más acorde con sus ideas progresistas, la de que “su única ambición era las de fundar una dinastía de reyes en lugar de haber afianzado una República.”

En cualquier caso, insisto en que Stendhal solo sería el antecedente más ilustre de todos los Oliver Stone habidos y por haber. Una larga lista que yo no dudo en calificar como de la ignominia, personalidades de las letras y las artes declaradas de izquierdas, o al menos progresistas, y a las que por lo tanto se les supondría no solo una sensibilidad, sino incluso un compromiso activo con las ideas de libertad y justicia, pero que, y por la razón que sea, ponen su talento al servicio de un tirano. Personalidades como los poetas Pablo Neruda y Rafael Alberti, entre tantos y tantos de su época e ideología, con su admiración por Stalin, o la de Gabriel García Márquez y otros por Fidel Castro. Escritores que gozaron siempre de una libertad de expresión que en los países de los tiranos a los que admiraban les estaba negada a la mayoría de sus colegas; pensemos solo en el autor de Doctor Zhivago, Boris Pasternak, o en el cubano Reinaldo Arenas. Personalidades a las que solo se les puede disculpar esa admiración por los tiranos como consecuencia de un idealismo acrítico y muy polarizado, necesitado de líderes que oponer a aquellos otros que regían los destinos de sus países, da igual si como dictadores al más puro estilo de la tradición latinoamericana o como simples esbirros de las oligarquías locales, y en especial a esa encarnación del Mal que para cualquier comunista de pro ha sido y es Estados Unidos, justo lo que parece hacer Oliver Stone cuando nos presenta a Putin como el contrapunto a la política internacional de su país. Por eso y también por un desconocimiento de lo que pasaba realmente en la Rusia soviética o la Cuba castrista, razón por la que, una vez descubierto el verdadero rostro de los regímenes que lideraban los tiranos a los que dedicaban sus loas o elegías, muchos intelectuales o artistas de reconocida militancia comunista, siquiera ya solo en un primer momento, como Bertolt Brecht, André Malraux, Curzio Malaparte o Jorge Semprum, se retractaron de todo lo anterior y no dudaron en denunciar los crímenes y desmanes del genocida georgiano. Otros muchos, en cambio, permanecieron fieles a sus ídolos hasta el último momento. Se trata, a mi juicio, de una fidelidad por encima de toda evidencia y, muy en especial, en contra de la mayoría de las ideas de libertad, igualdad y justicia que dichos intelectuales o artistas dicen defender, quién sabe si por verdadera convicción, lo que sería como reconocer que en realidad dichas personas son tan autoritarias y antidemocráticas como los tiranos a los que admiran. Por eso o simple y llanamente por una soberbia intelectual, cuando no por un apego a medio camino entre un romanticismo mal entendido y el miedo a tener que revisar su propia biografía, que les impide reconocer lo que ya hicieron otros: que se equivocaron.

Txema Arinas

11/05/2022

 

Sobre Txema Arinas 27 artículos
Escritor español (Vitoria-Gasteiz, 1969). Reside en Oviedo. Licenciado en historia y geografía por la Universidad del País Vasco. Ha vivido en Francia, Irlanda y Venezuela, y aprendió varios idiomas. En los últimos años ha trabajado como profesor de secundaria y además ha desempeñado diversos cargos en la empresa privada. Ha publicado las novelas Los años infames (2007), Gaitajolea (2007), Anochecer en Lisboa (2008), Euskara Galdatan (2008), Maldan Behera Doa Aguro Nire Bihotz Biluzia (2009), Zoko Berri (2009), El sitio (2009), Azoka (2011), Borreroak baditu hamaika aurpegi (2011), Muerte entre las viñas (2012), Como los asnos bajo la carga (2013), En el país de los listos (2015), Testamento de un impostor (2017), Historias de la Almendra (2018) y Los tres nudos (2019), y los ensayos Sabino Arana o la identidad pervertida (2008) y El imposible perdido (2012). Ha colaborado como articulista en el periódico Berria, las revistas Grand Place y Hegats, las revistas digitales Solo Novela Negra y Zubyah, de la asociación cultural Punica Granatum.

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