Es una tarde de abril, pero el calor parece de primeros de julio. El ventanal está entreabierto, aunque no hay brisa que mueva el visillo; si acaso, sirve para que el olor a mueble viejo y a papel rancio se difumine un poco.
El matrimonio está frente a la abogada, a la que han visto madurar, hacerse madre y comenzar a envejecer, como si fuese parte de la familia.
–Lo que usted nos diga que hay que hacer, lo haremos. Tenemos plena confianza.
Llevan insistiendo en ese tono un buen rato y la mujer, con gesto serio a veces y, otras, incluso con una sonrisa amable, les explica que se tienen demasiado cariño como para que le encomienden un asunto muy delicado de su hijo. Ha llegado a ese punto de la vida en el que las relaciones personales le importan mucho más que tener más trabajo o ganar más dinero o, quizás, siempre ha sido así y se ha dado cuenta ahora.
–Os recomendaré al mejor profesional, pero si yo lo llevara tendría que deciros la verdad y, entonces, sería distinto –alega la abogada con un razonamiento que implica que aquella relación ha sobrevivido a costa de ocultar ciertas verdades.
Al matrimonio no le importa, rechazan cualquier otra posibilidad y, entonces, la mujer, por cansancio y porque nunca ha sabido decir que no a alguien que aprecia y que tiene un problema, acepta.
Han pasado unos meses y el matrimonio ha comprendido que lo que ya ha sucedido no puede cambiarlo ni siquiera esa abogada; la buena, la que es como de la familia. Y que, al insistirle para que llevara el asunto, no han hecho más que poner ante sus ojos una verdad despreciable, de esas que no admiten componendas. Entonces, la mujer en la que confiaban porque era honrada y no inventaba cuentos para sacarles el dinero, hace lo mismo que ha hecho siempre, decir la verdad:
–La solución no os va a gustar –Y la explica en un tono amigo, pero con la autoridad que le da la experiencia, como el médico de toda la vida que nos anuncia un tratamiento doloroso, porque no quisimos hacerle caso cuando hubo otra posibilidad.
El matrimonio sale apesadumbrado y, silencioso, camina por la estrecha calle hacia abajo. Cuando desembocan a la plaza, el pecho parece que se les ensancha y la mujer dice:
–Habrá que ir buscando otra abogada.
©Margarita Martín Ortiz.
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