Una vida visible aún desde la orilla por la que ahora transita, donde los días y sus horas se vestían de una linealidad gris, donde la noche y la mañana habían dejado de ser comienzo y final, diluidas entre colmenas de cristal tintado, alimentadas de una luz blanca e insalubre; donde la existencia transcurría entre pantallas que vociferaban gráficos y listados infinitos de números. Donde Nueva York, Londres o Frankfurt no eran más que índices de bolsa y, en el mejor de los casos, un apartamento anónimo e impersonal en el que revisar archivos, tomar una ducha o comer un sándwich.
La liturgia automatizada y repetida antes de reuniones intensas, agotadoras, celebradas muchas veces sin salir del aeropuerto, en Hoteles adosados donde pasaba todo el día analizando el Dow Jones o el Nasdaq, sin más límite que el siguiente vuelo, con paradas medidas para un refrigerio rápido. Habitaciones para el descanso artificial y programado, el tiempo justo entre vuelo y vuelo, entre reunión y reunión.
Ahora, mientras se recuerda esperando el tren que lo trasladará definitivamente, le visita la sombra del miedo al vacío que le produjo el abandono de aquel trasiego sin sentido que, paradójicamente, durante mucho tiempo se lo dio a su existencia. El miedo a la supervivencia y la necesidad de sobrevivir. Y rememora aquellos encuentros programados con alevosía a altas horas de la madrugada, cuando el gran enemigo era el cansancio acumulado, el organismo que se rebela, el cerebro que reclama descanso; cuando el precio de la lucidez se medía en miles, en millones de dólares, de euros o libras. Siempre había tenido la sensación, al acabar aquellos encuentros, de haber consumido en pocas horas un buen tramo de su vida. En realidad, ahora se da cuenta que durante años no había sido más que una víctima privilegiada del sistema, un agente del mercado con una obsolescencia programada y necesaria, para que la maquinaria del gran depredador que mueve todo no pare de recibir la savia que lo mantiene: el beneficio, el crecimiento absurdo e infinito. Había sido preparado para hacer crecer el dinero, la ganancia de los accionistas, para moverse en el vértigo del mundo del gran capital, de las fluctuaciones, de la competencia, un mundo virtual, volátil.
Como la felicidad insustancial y la depresión con las que se había acostumbrado a vivir cotidianamente. Ambas pendientes de una curva ascendente o descendente, de la firma o no de un acuerdo y el prozac como único aliado contra la ansiedad y el insomnio. A cambio, como horizonte, la desconexión programada, el retiro obligado.
Juan Jurado.
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