La Envidia

No debía hacerlo. Sabía que no debía  fisgar  esas páginas de Facebook, vedadas o inconcretas. No tengo entrada en forma de permiso amistoso, por tanto hay riña de intereses y afinidad nula. Pero lo hago. Algo me arrastra a curiosear por donde no debo, a mirar por ese ojo de cerradura indiscreto de los tiempos modernos.

La conozco desde siempre. De niñas la veía caminar con su vestidito pulcro ribeteado en guipur con los calcetines de perlé deslizándose pacientes por sus piernitas morenas, calzando merceditas de charol, impolutamente blancas, mientras a mí los churretones de barro se me agrietaban de viejos entre las playeras desgastadas y el jeans arremangado, para no mojarle, que me ceñía unos muslos debaratados.   Ella, llevaba el pelo troceado por una raya milimétrica y dos coletas terminadas en lacitos rojos y blancos, a juego con el canesú del vestido. Impecable, perfecta, oliendo a agua de lavanda y a limpio mientras a mí las manos me sudaban y el pelo se arremolinaba en rizo trasversal delante de los ojos. Un inmenso soplido lo apartaba cada poco, haciendo que el telón dejara ver el paisaje de la vecina mientras andaba, metódica, de la mano de sus papás camino de la misa de doce. Yo vadeaba el porche, mientras mi padre daba gritos y ponía orden en la corralada  a los diversos animales que la habitaban. Mi casa, aunque cercana a la suya, la separaban costumbres y unos metros que en ese tiempo suponía frontera entre la buena vida o la mansedumbre ante la calamidad.

 

Dejé de verla durante bastante tiempo. Partí a estudiar. Imagino que ella debió  seguir caminando tan recta, con vestidos de guipur hasta que calzó el tacón del que jamás se bajó y los trajes ceñidos que amagaban el pecho hasta hacerle rozar la barbilla. El pelo ya no lo llevaba partido en dos mitades. Ahora peinaba melena fosca, mechada por ramitos de rubiez  discreta, que le daban un aire entre sofisticado y pijo al uso de las pequeñas villas. Yo, seguía con jeans y con playeras embarradas.

Coincidimos en algún evento, ella de figurante, yo de ponente. Marchamos, ambas, en pos de amores furtivos y bien intencionados (ella). Yo, en cambio, vivía pasiones fulgurantes y plegadas de  irredentos delirios. Volvimos a perdernos.

En el tiempo de coincidencias, por más que frecuentes , jamás nos saludamos. Pertenecíamos a galaxias tan dispares que ni nos oteábamos. Ella relucía, yo me plegaba al suelo que pisaba firme con los ojos bajos, contemplando la basura imperante, ora para contarla, ora para cambiarla. Yo, con un poco de envidia, lo confieso, la atisbaba de soslayo, sonriendo y haciendo sorna de su compostura; ella, en cambio, permaneció altiva y distanciada, acechando mi presencia con la barbilla levantada y más ceñido el seno. A veces, entre risas de amigas, comentábamos que ese sujetador  tan adusto le estallaría algún día borrándole un ojo. Pasaron los años.

 

Ahora compartimos amigos. Son  tiempos, que a una le vuelven sistema mientras que a la otra se le oxida la altivez y la burguesía. Coincidimos a veces. Yo sigo con jeans, cada vez más anchos, ella continúa con el pecho altivo, la sonrisa congelada en gesto inamovible desde hace más de cuarenta años y los ojos  pétreos, velados. Sin luz, portando el cristalino como si fuera muerta.

Luego, cuando vuelvo a casa después de algún encuentro fugaz, en donde coincidimos,  no puedo reprimir buscarla. Entro en su guarida de redes, tal que como furtiva. Contemplo su vida: sus viajes, sus amigas, todas de sonrisa fácil, de mecha arrubiada y de ojos vacíos. Observo al marido, impoluto, el mismo con el que se casó en boda de postín. Señor sonriente, que parece complacido contemplando sus tetas. Miro sus rincones. Esa casa al borde del mar, decorada con gusto de revista de moda un tanto atrasada. Los paseos playeros, los saltos que da con su perro (tiene perro adoptado, con ello cumple con su dosis de altanera solidaridad) .  La veo, rozagante, posar en el porche,  mientras el viento hace bailar su larga melena y ella  ciñe leggins que marcan una silueta cincelada a golpe de bisturí ciego. Con copa en la mano, con gafas de sol, con bikini y toalla en playa Caribe…Sé que no debiera. Que no está nada bien. Sin embargo, lo hago, y luego me irrito al saborear el regusto ácido de una envidia malsana que me hace pensar si debí quedarme, calzando charoles y  oprimiendo el pelo a la vez que  me asalta la duda, si no hubiera sido más lógico pagarme  unas buenas tetas que los diversos masters que hice en juventud.

María Toca

 

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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