La fiera que nos muerde

 

Reconoce que no lo viste venir. Te mordió fuerte,  de forma inesperada. Sentiste el bocado apretando las carnes como soga de garrote y no lo esperabas, porque llevaba tiempo sin hambre, sin que notaras sus ganas de atacar. Cierto que a veces, la viste merodear, lejana, silente, casi en letargo, pero desganada de hincar el diente como en años anteriores cuando las defensas andaban bajas por falta de aprendizaje. Te sentías poderosa ante ella y eso, pensabas, la desalentaba de ataques virulentos. No obstante, hace días que vienes observando  el merodeo y te contaste que no pensabas en  que se acercara tanto, creíste  que no se atrevería a hincar el diente.

Hoy, en cambio, sentiste el mordisco al momento de abrir los ojos. De forma imprevista la notaste apenas despertar. Te dijiste “ya está, la jodía, ha vuelto a pesar del sistema defensivo”

Llegó con rabia esta vez, con la rabia acumulada del tiempo solapado por las empalizadas que trabajosamente levantaste para eludirla. Rabiosa, ya digo. Mordió con saña, con un furor que fue sorpresivo porque no lo esperabas, aunque la conoces tan bien que al momento supiste el camino a seguir para anticiparte a su combate.

Al momento repasaste los acontecimientos. No es que pase nada irregular, te dices. A ver, nada distinto a lo acostumbrado que son muchos años de convivencia personal y sabes bien que los parámetros suelen ser coincidentes. Aunque no lo entiendas , ocurren, y las reincidencias ya ni te sorprenden. Te duelen como la primera vez, pero no te sorprenden.

Cierto que el desengaño de verte apartada de lo que tanto empeño pusiste en mantener es fuerte, produce herida. La desazón de comprender que nada te vale explicar, demostrar que te mueve el interés común, que ni quieres y te aburre soberanamente competir. Que no quieres brillar, tan solo caminar. De siempre, has notado que hay mundos que no comprendes y por más que te esfuerces, siempre te van a desdeñar. Siempre.

Te quedaste afuera con el dolor punzante de comprobar ¡otra vez! que se cae en lo que tanto dicen detestar. El gregarismo, la connivencia con egos enfermos que utilizan buenas causas para marcar territorios, la falta de empatía, la animadversión no explicada…Esas cosas que has visto en varias ocasiones, que tanto  te aburren y te descolocan. Pero sabes que el mordisco no viene por eso, o no de forma definitiva.  Has recordado otras veces, porque siempre fue así y eso incrementa la debilidad y engolosina a la bestia, pero no es causa o motivo de su ataque. Has recordado otros cimientos que plantaste para que luego fueran otros los que levantaran el muro dejándote fuera, cuando se encienden  las luces de feria y el reclamo personalista los deslumbraba. Tú tornabas a las sombras porque no sabes navegar por aguas turbias y prefieres marchar, inhibirte de los combates en propia trinchera. ¿Te duele? mucho. ¿Te aguantas? siempre ¿Sigues adelante? también.

Ha sido así y no puedes mostrar sorpresa. No, el mordisco que aprieta las carnes no es por eso. Tampoco es por el peso grave que portas en los hombros, que a fuerza de llevarlo  ya ni sabrías estar sin ese lastre por la vida. Hizo callo, costumbre cotidiana y ni te das cuenta. Tampoco es eso.

Claro que tus escritos siguen en silencio. Son tu vida, la obra que labras desde el silencio de la habitación propia que tanto te costó complementar porque a ti las cosas jamás te cayeron del un árbol sino que las conseguiste con lucha enconada contra la fatalidad. Bien, esos escritos digo, no salen fuera del ámbito pequeño que te rodea. Te preguntas por qué con cierta amargura y más cuando lees la cantidad de mierda que se exhibe en los anaqueles mientras la tuya ¡y la de tantas! que no hacemos distingos, duerme  en el rincón perpetuamente.

Eso también te duele, confiésalo sin más pudor que decir una verdad ante la que, quizá, te avergüences. Te irrita, más que duele, vale, concedido. Lo que ocurre es que conoces muy bien el precio a pagar por ser lo que eres. Anodina, desclasada, fuera de las orbitas que pululan por los brillos y las encendidas mojigangas previstas y previsibles. Porque entre el autor/a de moda, tú vas y te sigues inclinando ante los decimonónicos, o ante Delibes, Pardo Bazán, Rosalía, Martín Gaite,  Balzac, Zola…y ¿quién coño lee a esos ahora?  Sabes que el precio a pagar por andar por la vida sin amo ni campano que te anuncia, es la clandestinidad, la indiferencia de los comunes. Y lo pagas con gusto, confiésalo ahora.  Te debería de confesar, que no sabes hacerlo de otra manera, que quizá si manejaras las técnicas del postureo, las utilizarías con frecuencia. Pero no sabes. Y así te va, pagando el precio de la indiferencia.

Así que todo eso que es irritante y a veces te produce cierto dolor, no es causa ni motivo del mordisco. El bocado llega porque sí. Se alimenta de todo lo presente, de lo pasado, nutriéndose de las viejas heridas que parecen olvidadas pero que son refrescadas por la fiera para alimentar sus fauces y hacer el ataque certero que te inmovilice y vuelvas a perderte. Lo sabes porque, a esa fiera que ahora tarasca tu carne, la conoces muy bien. Ya sabes que azota cuando nadie la ve, cuando vas despistada envuelta en tus quehaceres…

Por lo que  conoces perfectamente lo que hay que hacer, te dices, conformada con la augurada batalla.

Te acercas sigilosa, sin ganas, pero con voluntad forzada, a la estantería con libros en espera. “Este…no, que puede ser  alimento para la fiera. Este otro, que ensalmará los males, estimulará el cerebro y lo pondrá en marcha”  Conoces bien  que a la fiera le gusta la inacción, el aburrimiento es su alimento más preciado. Más que la tristeza, por eso eliges el libro incómodo, de esos que te exigen esfuerzo, no solo gozo. Y te lo echas a la mochila. Luego tomas bolígrafo y cuaderno y con la lentitud que impone la desgana echas a andar. ¿A dónde? te preguntas.  Ni lo dudas: al mar. Estás segura de que el aire salino, la brisa con el olor a yodo, y sobre todo el rumor de las olas, te mecerán hasta correr a la fiera lo más lejos posible. Le harán temblar, haciéndola huir y soltar la chicha que maceran sus fauces.

La canalla ya sabe que sales pertrechada, por eso, en último esfuerzo, hunde más los garfios que muerden la carne dolorida para no desandar el bocado que aprecia. Tú, mientras, te desnudas, aprietas bien los puños y mecida por el murmullo grave de esas olas que vienen a morir a tus pies, comienzas a escribir. La encaras, la enfrentas, le pierdes el respeto y la miras de frente. La brisa te refresca, el ruido, te mece y el sol que es lánguido y otoñal te refuerza.

Escribes. Sueltas la artillería en el papel para luego hacer algo con ello. No sabes si arderá en la pira de lo inservible o contará como algo publicable. Más tarde, recogida la mecha, tomas el libro, comienzas a leer. Pasado un tiempo prudencial, te das cuenta que ya no duele, que no hay mordisco que te empañe y la ves cerrando las fauces grotescas, retrocediendo, cobarde y derrotada. Y a ti te dejó de doler el alma.

Repliegas el sistema defensivo y vuelves a leer. La tarde avanza y cuando consideras oportuno tornas a casa en soledad. La fiera ha sido derrotada, te dices mientras sonríes despeinada contándote que mañana tendrás que mirar ese pelo que anda al retortero.

María Toca Cañedo©

Playa de La Concha, Sardinero, Santander. 15-09-2024…12,00.

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

Sé el primero en comentar

Deja un comentario