Cuando Abderramán III recibió al embajador del emperador Otón I en el palacio de Medina Azahara, éste le dijo: “Yo te saludo, oh, rey de Al-Andalus, a la que los antiguos llamaban Hispania”. Mientras que los musulmanes denominaban “francos” a los pequeños núcleos cántabros de resistencia, protegidos en los casos de Navarra y de la Marca Hispánica de Cataluña por la monarquía francesa, el resto era para ellos “su España”. Sin embargo, el nacionalismo ha tergiversado los argumentos hasta el punto de invertir los términos, tendiendo a hacer pensar que España eran precisamente esos pequeños reinos del Norte y que los del Sur eran los invasores extranjeros. No obstante, tanto ésta como las anteriores incorrecciones comenzaron a cometerse mucho antes, concretamente, hacia el año 900, de manos de los monjes y obispos encargados de escribir las crónicas medievales de los reinos cristianos del Norte, contando que sus reyes fueron los continuadores del antiguo reino visigodo, legítimo dominador de Hispania, que vio arrebatados sus territorios por unos invasores extranjeros, sin ningún derecho a entrar en la zona por ser infieles.
Precisamente en esa idea de “vamos a reconquistar un territorio que es nuestro” (cuando lo que se hizo fue, en realidad, una guerra de conquista hacia el Sur) se basará el relato de la posterior Reconquista. Cada uno de los reinos o condados del Norte – asturianos, navarros, catalanes – dan por supuesto que el territorio les pertenece, declarándose herederos de los reyes visigodos, lo que no deja de ser curioso, pues en realidad, si hubo una zona que éstos no consiguieron dominar, fue precisamente la Cordillera Cantábrica. Es decir, se declaraban sucesores cuando habían sido unos rebeldes ingobernables, a los que ni siquiera se acercaron los musulmanes. Hemos asistido por lo tanto, a lo largo de las claves interpretativas de la Historia, a una legitimación goda sin fundamento.
Y no sólo ésta, sino también a una legitimación religiosa, misteriosa y milagrosa, en torno a la tumba del apóstol Santiago, que apareció a principios del siglo IX. Posteriormente, este hecho fue respaldado por el rey Alfonso II “el Casto”, quien hizo construir una primera iglesia, así como por sus sucesores. No obstante, la leyenda de Santiago tardará más de 300 años en ser aceptada, pues se mostraron en contra los otros obispados hispanos, incluido el de Toledo, aún después de haberlo sido por el resto. Acabaría finalmente aceptándose cuando el rey Alfonso VI hubo de buscar apoyo político en la francesa orden de Cluny, gran rival de Roma, trayendo monjes franceses a los que nombró prelados de los distintos obispados del Norte. E incluso expertos arquitectos, que construyeron bellas iglesias románicas a lo largo de la ruta que potenció y empezó a denominarse “Camino de Santiago”. Cuando la orden de Cluny consiguió introducir a uno de los suyos en el Vaticano, el Papa acató la leyenda y la propuesta del monarca, naciendo así “el camino francés”, que llevaba a la tumba del pobre pescador galileo.
Aunque éste hubiese muerto realmente ejecutado por Herodes en Jerusalén, se le hizo llegar al otro extremo del Atlántico, evangelizar la península y liberarla de los musulmanes, hasta ser enterrado en Galicia. Incluso se llegó a decir de él que era el hermano gemelo de Cristo, por lo que era éste quien se enfrentaba a Mahoma, en guerra santa, al tiempo que aparecía la idea de las cruzadas. Demasiado irreal para ser creíble, pero contaba con los suficientes apoyos institucionales, por lo que acabó convirtiéndose en mito nacional.
Pasando a la Edad Moderna, en la segunda mitad del siglo XV contraen matrimonio de conveniencia los que acabarían siendo herederos de los dos grandes reinos cristianos: Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, dos políticos muy hábiles como más adelante demostrarían, aunque no alcanzaran la unidad nacional, como gustan afirmar los nacionalistas. No obstante, la conquista del reino nazarí de Granada y la financiación del inesperado encuentro con un continente lleno de riquezas, elevó el reino castellano-aragonés a la cúspide mundial. A la muerte de Isabel, Fernando decidió casarse con una de las potenciales herederas al reino de Navarra, adelantándose a ello con la conquista de este territorio por las armas, con lo que se vio gobernando toda la península. Y no es que el aragonés tuviera la idea de unificar España, sino la de poseer el más extenso territorio posible, compuesto por distintas y alejadas demarcaciones, con legislaciones y monedas distintas, incluso con aduanas dentro de los reinos. El concepto de “nación” o “estado” no existía; era una monarquía resultante de la aglomeración de reinos y señoríos, que las circunstancias llevaron a convertir en poderosísima y hegemónica en Europa, a partir de donde comienza a surgir el mito de España y de lo español.
En este contexto, surge la cultura y literatura áureas, en la que el castellano se va imponiendo frente a otros idiomas. No obstante, tal período de gloria durará apenas un siglo, pues se mantenían demasiados frentes abiertos en Europa y los recursos que llegaban de América no eran suficientes para soportar su coste. Ni siquiera la población masculina para mantener tantos ejércitos, con lo que toda la península se despobló, sobre todo el reino de Castilla. Entró así en una crisis bastante fuerte a finales del reinado de Felipe II, y mucho más a medida que avanzaba el siglo XVII, en la que, por una parte, dominábamos a otros, pero, por otra sufríamos grandes problemas.
EUSEBIO LUCÍA OLMOS
Ejem… dices que «Cada uno de los reinos o condados del Norte – asturianos, navarros, catalanes – dan por supuesto que el territorio les pertenece, declarándose herederos de los reyes visigodos».
Puede que fuera así en el caso de asturianos y catalanes, pero NO lo fue en el caso del Reino de Pamplona (posteriormente Reino de Navarra), ya que precisamente se resistía a los ataques y ansias de dominación imperialistas visigodos, por lo que no tiene sentido afirmar que los navarros (vascos, a fin de cuentas) reivindicaran nada de los visigodos; no les hacía falta, ya tenían su propia legitimidad en su propia tierra y con sus propios reyes y gobernantes, sin tener que recurrir a monarquías extranjeras.