¿La pregunta incomoda me hace cambiar de posición, cómo si no supiera que no puedo decir más que lo que digo?
– ¿Dónde estuviste ayer Mariana?
Como si no supiera la respuesta, que le voy a mentir, como siempre.
-Por ahí, con las chicas, ya sabes.
Luego el silencio mayestático, el abrazo desvaído, el rumor de la calle que despierta, y el dibujo que se forma en la pared al proyectarse las sombras luminosas que entran por la ventana. Un nuevo día, como otros. Un domingo más, como cualquiera. Nos levantaremos los dos, casi a la vez. Aplacaré el olor del otro cuerpo con una ducha larga. Arrancaré el recuerdo de mi piel a base de jabón restregado y agua, mucha agua, que deshaga la huella de sus manos, el barro de los pensamientos forjados a golpe de beso y de caricias. Lavaré mi pelo con audacia para sacar los fangos de otra almohada, donde mi cabeza descansó, apenas, socavada por el humo de una pasión infinita que perdura y me incendia contra mi voluntad. Luego el desayuno, donde él despliega el periódico y comenta con voz monótona las noticas, enfatizando en lo mal que está el país, que no llegamos a ningún lado si esto no se arregla. Tomando buches de café, mientras moja el croissant y contempla con ojos complacidos mi rostro surcado del vaivén de los recuerdos y la batalla pasional acontecida.
Hoy, será un domingo como otros. Solapado y olvidado, en aras de una memoria aciaga de las noches que paso con el otro. Nada es comparable al volátil y rugoso volapié que me inunda al cruzar el umbral de la puerta, frontera de la emoción, del calor, de la vida, hacia la nocturna y alevosa pasión que me acompaña. Al volver, ahíta y descansado el ansia, me prometo mil razones para no volver a trasgredir el empeño de mantenerme fiel al hombre que descansa a mi lado desde años. Fiel, leal, amoroso y amigo, como pocos. No puedo establecer el consuelo de sentirme mal tratada o abandonada. Por más que busque en su comportamiento, nada puede amparar mi condolencia de saberme traidora, infiel, y mala. Pero es que las horas que paso en los brazos del otro, no pueden competir con nada ni con nadie. El sabor salado de sus besos, mientras socaba mi cuerpo con sus manos, no tiene remedio ni demora. Cada minuto le ansío más si cabe. Cada mañana me despierto con su sonrisa sobre mi cara, me duermo con el dolor de no tenerle cerca. Siento su olor en mi piel, descalzo el alma para dejarlo entrar. Y siento que mi cuerpo existe por el mero hecho de que sus manos lo esculpen a caricias. Como se diluyen los minutos, las horas, al estar a su lado.
En cambio, al volver, se espesa, apesadumbrado, el tiempo en esta casa viendo la mansedumbre del que espera, intuye y no pregunta. Como ahora le veo, bostezando confiado, sopesando si salir a tomar el vermut o preparar uno en casa y disfrutar del momento ensimismado de comodidad y desamparo. Le miro, intento buscar en mi alma algún sentimiento, aunque sea de pena, para no sentirme tan mezquina ni saber tan sórdidos mis actos y encuentro uno de lejana piedad trufado de incomoda opresión. Me aprieta su cordura escarmentada, que hace que mire con una chispa de entendimiento en sus ojos, en cuanto ve que nublo el semblante, cambia la luz de su mirada, hacia la comprensión, el dolor o la piedad.
Me ahogan sus abrazos furtivos cuando cree que duermo y me rodea con sus brazos, como si quisiera arroparme o apresarme con nudos de cariño para que no me vaya. Me oprime su camino lineal en pos de la normalidad que le impele a hacer o decir siempre lo correcto. Hace que me sienta rastrera por no poder amarle, por no poder sentir las emociones que el otro sí me inspira. Y me ahoga, por fin, todo lo que supone su presencia en mi vida. El amor, el hacerme ver por mí misma que me debía respeto y no podía seguir ametrallando una vida con el destino amargo al que, antes de su llegada, estaba sometida. Me dio la fuerza que necesitaba para sentirme digna. Yo sola volví al arrollo. Quizá porque era mi camino, por la nublada querencia de estar integrada en aguas turbias y profundas. Él, intentó elevarme, pero me atrae el fango. O eso creo al menos.
Si no es así, ¿por qué me visto como una ramera para el otro? Fui yo a buscarlo, encendí la mecha del deseo un día en que nos encontramos por la calle, solitarios, furtivos de la vida, sin nada más que hacer que contemplar el cielo estrellado y el nudo de las calles enfebrecidas por las compras navideñas.
-Demasiada dulzura-me dijo- Demasiados buenos deseos. Demasiada familia.
Yo afirmé con mirada invitadora, acerqué mi rostro al suyo y le besé con el ánimo encendido de toda trasgresión. Se sorprendió, luego, como impelido por el ansia de romper cadenas invisibles, me arrebato del asfalto hasta la habitación donde vivía maltrecho y despedido de la vida. Como siempre. Como cuando yo intentaba rescatarle y no hundirme en el mismo abismo donde él habitaba por gusto.
Así, de esa forma sencilla, apenas sin palabras, consumamos la traición. Desde entonces, la vida se llenó de iridiscencias encadenadas, de morbosa planificación para encontrarnos. De un deseo furtivo y abrasante, que pulsa el animo a toda hora. Encender su ansia, hacer que la mirada me contemple con incendiadas brasas, me produce el placer premeditado en todos los días que anteceden las citas. Preparo el vestuario, como si fuera a actuar en el teatro exclusivo de mi vida. Mientras, él, el seguro, el que me ampara y me salva de mi misma, me mira y al hacerlo me contemplo en sus ojos, deseable, voraz, atractiva, pero también abyecta.
En casa, bajo las sábanas familiares y opacas me siento solo lo que soy: mujer pequeña, ser indefenso y poco interesante. Él, en cambio, me viste con el ropaje del deseo, de la inmortal pasión que funde las convenciones y los planes burgueses. Soy y quiero ser lo que reflejan sus ojos montaraces. En casa, solo soy Mariana, una mujer como tantas, querida, quizá deseada, de andar terrestre y pensar poco interesante.
Por eso elijo marchar, aunque vuelva. No del todo ni con ganas, pero vuelvo. Mi cuerpo y mi memoria quedan en las horas clandestinas, mi ser vuelve al hogar al entrar la madrugada por las ventanas de su casa y apurar el último combate de pasión.
Él, el amante, se queda contemplando como me visto, desde el lecho que huele a nuestros cuerpos y recoge el sudor de un amor combatido. Se me queda mirando, con la mirada esperanzada y una sonrisa que indica que ya está ahíto, aunque sé que si me quedara, tornaría el deseo a incendiar nuestros cuerpos porque no tiene fin. El ansia que nos une no se acaba, me digo, mientras acicalo mi cara evitando las huellas del grito, del éxtasis que poco antes deformaron mi rostro.
Me dejo perseguir por sus ojos, mientras calzo el tacón, enhebro la media en mis piernas, coloco el vestido, ceñido a mi cintura, subo la cremallera, con deseo de desprenderme de todo y no salir en días. Quedarme aplacando las iras de una pasión desoladora enredada en su lecho mientras nos salen raíces que engarzan nuestros cuerpos y enhebran nuestras almas.
En cambio, me visto y me voy. No me retiene, sabe que nada podría hacerme parar ahora que ya emprendí la marcha. No me detiene porque, me consta, me quiere así, furtiva, escondida, asegurada en los brazos del otro, que respeta y quiere como hermano. Así me quiere, y así lo quiero yo.
Fin
El que esté libre de pecado…