“Busco en estas moradas silenciosas
el reposo y la paz que aquí se esconden,
y sólo encuentro la inquietud funesta
que mis sentidos y razón conturba…”
Gaspar Melchor de Jovellanos
A un escritor cuyo nombre revelaré al final:
te escribo con una propuesta en la mano, o mejor dicho aún, con la firme voluntad de tentarte a una breve y sentimental conversación alrededor del Canal de Castilla.
Tómate tu tiempo, piensa, reflexiona si quieres desde esa tu Asturias natal, escudriña una por una las posibilidades
literarias, poéticas, filosóficas y de afecto contenido para con una Castilla que se nos murió, que aún permanece en ese estado latente, y que todos los indicios nos indican, que en un futuro cercano, la pulsión de muerte seguirá haciendo de las suyas en esta tierra ya fatigada de tantos regentes, consorcios señoriales, caciques y capitanes patibularios, corruptelas eólicas y terrones de tierra que se desprecia a sí misma.
Tarde de septiembre, una lluvia de hojarasca y melancolía otoñal se dibuja en la cúpula del cielo y se me antoja que
cayeran de forma imaginada, desde ese cúmulo de nubes allí instaladas, hasta la tierra permeada de sangre y de secarral que circunda al Canal.
¿Y por qué digo permeada de sangre? porque como tú muy bien sabes – el sueño ilustrado que representaba la
construcción del canal, una vez que éste pasó a manos privadas, convirtiéndose en un negocio raspado, en una
inversión monetarista y aristócrata, olvidando así su inicial carácter vertebrador de la mísera Castilla, su misión
humanista y colectiva- La mano de obra utilizada se trasmutó en carne de presidio, porque además de eso, las harineras y la burguesía caciquil surgidas al albur del canal se precipitaron a pactar con uno de los jinetes del Apocalipsis, con el hambre y la explotación, condenando así al raquitismo y a la miseria a la raza castellana, una pobreza económica y de espíritu de la que aún hoy en día siguen sin recuperarse.
¿Vendrán de aquellos lodos estos barros? A veces me pregunto si a esta miseria se la podría comparar con las llamadas por los astrofísicos “ondas gravitacionales”, esas que subsisten más allá del espacio y del tiempo, que
socavan nuestros recuerdos como engendros de un diablo que se hubiera asentado sobre el páramo castellano.
Hoy me siento afligido, ya no sé si la sístole y la diástole siguen operando en mi pecho o si las manecillas del
opiómano reloj de la vida, se detuvieron en esta tarde unas horas nada más.
Cuando esto ocurre, cuando la tristeza es acaparadora del tiempo, salgo a caminar, arrastro mis pies a través de los
caminos de sirga del canal, por entre esas alegorías del paso del tiempo, del transcurso de la vida.
La soledad se posesiona de mí, invitándome a repasar mis penúltimos pensamientos y ese breve pero dulce cafetito que me tomara con Natali meses atrás, junto a este lugar.
Los poetas somos unos llorones, lo sé, las añoranzas, los humores líquidos y biliosos, la soledad, son nuestras grandes coartadas de vida, nuestra trinchera defensiva ante la amenaza deshumanizadora y delante de la muerte, son
nuestros más queridos métodos de conocimiento interior. Es cierto igualmente, que lo mismo que una inicial bendición, la soledad del caminante, la desolación de estos caminos de sirga del canal, mi propia soledad, pueden materializarse en maldición, en búsqueda infructuosa a donde acudan todos los pabellones del mal.
Tarde de final del verano, me adentro sin querer en ese parterre, que junto a mi casa, dirige mis pasos hacia el canal,
y como desgajado de la realidad, me conduce hasta la dársena. Desde allí, sueño convertirme en un nuevo Macías
Picavea, en un escritor regeneracionista, en un buscador de un condumio no material, sino espiritual, algo que muy
posiblemente buscaran los ilustrados a la hora de proyectar el canal, la regeneración no solo material, sino espiritual y moral de la atávica Castilla.
Con cierta frecuencia, cuando más agudamente presiento el ataque de la melancolía, cuando más contristado percibo a mi espíritu, me acerco sigilosamente hasta esas aguas del Canal de Castilla, y su resplandeciente serenidad calma mi dolor, me provoca una amnesia temporal y olvido aunque sea por unos minutos, las espantadas de los demás, sus irracionales comportamientos, su crueldad, la infinita estupidez humana de la que amargamente se quejara Camus.
Suelo cruzar un puentecito desde el que se puede divisar la dársena, el dique seco, los caminos de sirga, el reflejo sobre las aguas de las efigies de Jovellanos y de Juan de Homar, y desde el que en ocasiones, fijo la mirada más allá del tintineo y el brillo de las aguas, en un intento de alcanzar a ver la misteriosa sirena que según cuentan habita en el Canal, y que aunque tímidamente, es mencionada por algunos autores.
Es posible que esta sirena, cansada de la densidad del salitre y hastiada de las amplitudes, indagara en aguas más dulces una mayor cercanía de los hombres, una más grande familiaridad con otros seres vivos ávidos de amor como ella.
Algunos atestiguan que las sirenas aún no han perdido la capacidad de amar, cuentan también que pueden brindarte
un amor ancestral, libre de prejuicios, de ideologías nihilistas o de guerras de género, y que no mercadean con los
sentimientos, que son demasiado puras. Por eso, cada día que cruzo el puentecito la busco, la rastreo, intento
localizarla porque es de otro mundo y porque el amor que ofrece es prístino y verídico.
Te escribo estas palabras para invitarte a una conversación sobre la poética del Canal de Castilla, sí, a ti, Miguel Ángel Galguera, al autor del “Motín del pan”, te reto a que abandones por unos momentos las historias noveladas y que hagas conmigo un ejercicio de poetización, a que poetices sobre las esencias que invisibles a los ojos, se alojan en este lugar donde tantos misterios aletean esperando a ser descubiertos.
Aquí residen al tiempo, el amor ancestral de una sirena, el dolor agudo de los desheredados, la sensación de abandono, la rabia, el canto ahogado de las barcazas, el chirriar de las esclusas, el ansia de una vida digna, los obstáculos de la razón, el sueño de la Ilustración, un hambre y unas lágrimas endémicas, la incomprensión y el asombro ante los espantajos propiciados por los hombres, y por encima de todo, una sobrecogedora sensación de soledad, de aislamiento secular.
Espero que recojas el guante Miguel Ángel, te lo envío a ti, porque nunca fuiste un agente del poder, porque te considero el mejor de los escritores que viven a orillas del canal, la persona más honesta, un poeta oculto tras la
máscara de la especie y que nos obliga a no traslucir, a no dejar ver nuestra incompletitud, nuestras ansias de traspasar la línea del horizonte del mundo material, y a lo que yo llamo “poesía” y vida, verdadera vida.
Te invito a que juntos escribamos, mano a mano, “La poética del Canal de Castilla”.
José Miguel Gándara.
Deja un comentario