LA PROFECÍA

Los domingos les parecían interminables a las tres. Algo había que hacer para que no resultaran tan tediosos, para no sentir que eran el pasillo que iba a dar en un lunes de aquellos, tan feos, con tanto frío y tanto sueño prendido en los ojos. El domingo por la tarde siempre las sorprendía combatiendo las horas sin el consuelo de dos o tres monedas de veinticinco pelas en el bolsillo para llamar a un número desconocido desde la cabina de la plaza y anunciar una buena o mala noticia al azar a quien quiera que simplemente estuviera al otro lado y descolgaba el teléfono. A veces eso les salvaba la tarde, inventarse el premio de un concurso de la radio o el terrible accidente de coche. Reñían para ser la presentadora del programa o la agente de policía que daba la enhorabuena o notificaba con voz lúgubre el accidente mortal. Pero si no había dinero para gastar aquellas bromas pesadas que terminaban cuando decidían colgar bruscamente al escuchar el grito eufórico de un anciano o el sollozo de una niña que comprendía de pronto el significado de la palabra “huérfana”, debían conformarse con pasar las horas ante el televisor en blanco y negro, con una película vieja, no antigua, vieja como las parcelas ruinosas y las tiendas del barrio. O con salir a las calles vacías escasamente iluminadas y dejarse caer en el banco de siempre en el Parque de las Cien Farolas, para mirar a lo lejos a los yonquis, pinchándose sentados en los columpios, como niños decrépitos. Sonia, Sara, Sandra, las Tres Eses, como solían llamarse al referirse a sí mismas, unidas para siempre por obra y gracia de las iniciales de sus nombres y la continuidad de sus apellidos en la lista de clase, Marcos, Martín, Martínez. La morena, la rubia, la pelirroja. La alta, la guapa, la gordita. Las tres que se habían reconocido como semejantes en una lejana clase, cuatro cursos atrás, al descubrir que iban vestidas con los pantalones de campana de color mierda que iban heredando de sus hermanos o (primos mayores, al mirar los pies de las otras y reparar en que había más desventuradas en el mundo que no podían comprarse las Reebok blancas que estaban de moda.
(Fragmento de un cuento mío que forma parte de la antología homenaje a Shirley Jackson que se publica muy muy pronto)
Patricia Esteban Erlés.

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