Eran las ocho de la mañana de un lunes de otoño, la luz tardaba en asomarse por la ventana, el día era gris. El ruido del teléfono, termino con la calma del amanecer. Descolgó el aparato medio dormido, la expresión de su cara fue cambiando a medida que avanzaba la conversación. Y cuando su interlocutor terminó de hablar, un sí, zanjó la llamada.
Permaneció un rato tumbado en la cama mirando al techo, aún se podía observar el planetario. Se levantó, tomó un café y salió a la calle sin rumbo fijo, sus pies le llevaron donde el alma quiso, fue a parar al lugar más tranquilo. Allí los ruidos los producen los pájaros con sus cantos o las ramas al mecerse con el viento.
Sentado en el parque de Iturrizar, Josu, se quedó absorto mirando como caían las hojas de los árboles. Se sentía un poco como ellas, por fin libre de ataduras.
Ellas, las hojas, se despojaban sin ningún pudor de su dueño, un año unido a él sin ningún contrato. Le protegieron del sol, de la lluvia, del viento y a través de ellas respiró y le dio su color tan preciado. Ahora pasarían a formar parte del manto del camino, que de una manera anárquica se colocaban en él. Cambiarían su color, por uno más acorde a su nueva situación junto al suelo, los amarillos, ocres y marrones vivirían en perfecta armonía. Ya solo les quedaba esperar a su amigo el viento para el último viaje, volarían en libertad, esa misma que sus amigos los pájaros les habían contado.
Acababa de cortar con Itxaso, era una relación que se había convertido de conveniencia. Los dos se habían acomodado, si no fuera por la cuadrilla que tenían en común, hace tiempo que lo habrían dejado. Josu empezaba a estar un poco harto de los sábados del casco viejo, acabando siempre en el bar de la peña para ver el partido. El resultado era lo de menos la borrachera estaba asegurada.
Así que cuando colgó el teléfono, pensó que su vida daba un giro de ciento-ochenta grados.
Quien dijo que no le gustaban los lunes, a Josu le encantaban, así como el otoño. Pensaba que era el fin de un ciclo, y cuando este llega, pronto empieza uno nuevo.
Tenía exactamente veinticuatro horas para preparar la marcha, su destino era la capital. Todo se lo debía a su compañera de partido, gracias a su embarazo, el siguiente en la lista ocuparía su lugar, y ese era él.
Llamó a la cuadrilla y quedaron a la tarde para tomar unas cañas en Las ruedas, no era una despedida en sí, era un, hasta el fin de semana.
Normalmente sus compañeros de partido que compartían piso iban el lunes a la capital y regresaban el viernes por la tarde. Los conocía de toda la vida, por eso estaba animado, no sería un gran cambio, se sentía arropado.
Cuando hizo su entrada en el bar, sus amigos que ocupaban el futbolín, le estaban esperando, esta vez le tocaría jugar con el Madrid.
-No me jodais, que es mi último día con vosotros.
-Ala, así te vas acostumbrando a los de la capital.
Por el rabillo del ojo pudo ver a Itxaso, estaba realmente guapa, en el fondo todavía se sentía atraído por ella.
La tarde fue de lo más divertida, cuando ya se despedían, Itxaso le llamó. Allí se quedaron solos en la puerta del bar.
-¿Nos tomamos la última en Iturri?
La cogió de la mano, hacía tiempo que eso no sucedía, Itxaso sonrío.
-Me alegro mucho por lo de Madrid, tú te lo mereces más que nadie, eres el que más has trabajado del partido e iba siendo hora de que tuvieras tú recompensa.
-No sé si estaré a la altura, espero no defraudarles.
-Tú haz como siempre, escucha, reflexiona y da tú opinión, que casi siempre son acertadas.
Los dos se miraron y rieron…
-Vale no digas nada, que lo estropeas… Si lo que vas a decir no es tan importante como el silencio, calla. Eso lo vi escrito en un baño de la Uni.
No hubo más conversación hasta llegar al Babylon, cuando entraron parecía que la moto estuviera arrancada. Así que pidieron y salieron a la calle.
Dos estrellas volvieron a romper el hielo, la luna los acompañaba en la distancia, chocaron los cascos y brindaron.
No hubo palabras, porque ellas lo estropearon todo, la última vez. Solo miradas, caricias y por último besos, esos besos que permanecían aparcados en la memoria y que los dos quisieron recordar.
La acompañó hasta casa y cuando llego al portal Josu fue a decirle algo, pero Itxaso le tapó la boca con un beso. Sus lenguas chocaron, sus labios se mordieron, sus cuerpos se abrazaron. Cuando se despegaron sus miradas se cruzaron, y sus ojos se dijeron adiós.
Ya en casa, Josu se metió en la cama, pero no tenía ganas de dormir, tenía grabado en su retina la mirada de Itxaso. La cabeza peleaba con el corazón por ver quien sería el dominador. Después de un tenso combate y debido al cansancio que se iba adueñando de la situación, lo dejaron en tablas. El tiempo que dicen que lo cura todo, sería el árbitro de la situación, marcharía a Madrid, pero con el recuerdo de ella.
El recibimiento de sus compañeros en Madrid fue de lo más acogedor, el piso era amplio, lo que permitía cierta intimidad. Necesitaron un par de días para ponerle al día de su cometido, lo que le hizo a Josu estar concentrado en su trabajo y olvidarse un poco de su gente y su viejo Botxo.
El viernes por la mañana como todas las semanas sus compañeros preparaban las maletas para marcharse. Después de acudir al congreso, saldrían directos hacia el aeropuerto. Josu les había dicho que ese fin de semana se quedaría en Madrid, tenía ganas de visitar a unos amigos que conoció en su época de universitario.
Cuando salieron, comieron todos juntos en el bar de Koni, estaba en la calle Jovellanos. Era el habitual de los viernes, su dueño se llamaba Niko, era un cocinero cojonudo de Barakaldo y con mucha guasa. Cuando salieron del bar todavía se reían, Niko les contó que el nombre del bar se debía a su nombre al revés, así alguno despistado entraría al bar pensando que detrás de la barra verían alguna mujer.
Los tres amigos cogieron un taxi hacía el aeropuerto, iban con el tiempo justo y Josu se fue caminando hacia el piso. La calle estaba mojada, pues había llovido la noche anterior. Su paso era lento como si no quisiera llegar, se paraba en cada escaparate de las tiendas, daba igual del tipo que fuera. El resto de la gente iba a paso ligero como si el tiempo pasara más despacio a más velocidad.
-Perdón. -le dijo una chica cuando pisó una baldosa y de la rendija de la junta, salpicó unas gotas de agua que le mancharon el zapato.
Josu miró a la chica y luego a su zapato, cuando volvió a mirarla para decirle que no importaba, no alcanzó a verla.
De repente Josu sonrió. Se acordaba, que dos calles, más atrás había pasado por una tienda de alquiler de coches. Ahora el que corría era él. Llegó jadeando, se tomó unos segundos de respiro antes de preguntar al encargado, si tenían algún coche disponible. Después de firmar el contrato, bajó al garaje y en un cuarto de hora estaba en la nacional uno, dirección a Bilbao.
-Perdón, dice y casi no me ha manchado el zapato.- se decía sonriendo.
Recordaba cuando conoció a Itxaso, él iba hecho un pincel con su pantalón de arrantzale, su faja verde, su camisa blanca y su pañuelo a cuadros. Toda la gente caminaba en la misma dirección, hacía el ayuntamiento, a esperar el chupinazo, que diera comienzo del Aste Nagusia.
Ella venía en dirección contraria esquivando con su paraguas a todo el que se cruzaba a su paso. Cuando llego a su altura, bajo su abarca por arte de magia, de entre las baldosas salió un chorro de agua como si fuera un sifón, que le dejó marcada la camisa desde la faja, hasta el pañuelo. Itxaso paró en seco, sus miradas se encontraron por primera vez, pasaron del asombro a la sonrisa.
-¡¡¡Uff, ya puedes perdonar!!! Vivo cerca de aquí, si quieres vamos a mi casa y seguro que mi ama te arregla eso.
-Esto no hay quien lo arregle…, bueno si quedamos a las diez en el muelle de Uribitarte y me invitas a cenar, podía ser un buen arreglo, luego si quieres vemos los fuegos.
Itxaso sonrió y siguió caminando.
-¿Vas a venir?, ¡¡¡pero dime algo!!!
Itxaso giró la cabeza, su sonrisa no le había abandonado y siguió andando. En la distancia, a Josu le pareció que había movido la cabeza.
Al año siguiente ese mismo día, para celebrar que cumplían un año saliendo juntos, ella le regaló una baldosa de Bilbao.
Las lágrimas se asomaron a sus ojos, las dejó resbalar por sus mejillas. Hacía tiempo que no lloraba, la culpa de su separación no la tenían las palabras, la tenían los silencios, esos silencios que les distanciaron.
Alberto Allen del Campo.
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