Llovía. Con la fuerza de un cielo desplomándose sobre el asfalto, decorándolo en segundos con un manto cristalino, que encharcó las rugosidades de la calzada, haciéndola intransitable. Corríamos todos, en desbandada, hacia los lugares más insospechados, con tal de que arroparan nuestras cabezas y los pies dejaran de chanclear, por el asfalto mojado. Divisé a lo lejos un atrio, parecía la entrada de un templo y debía de serlo. Avancé, con la zancada más grande que mi falda permitía, hacia el refugio. El sonido del chacloteo que llevaban mis pies, junto con el golpeteo de la lluvia en el asfalto, fueron la banda sonora de una carrera impía. Al final, llegué. El pelo rezumaba agua, volteé la cabeza con fuerza, para no mojar la espalda con la humedad. En una de las vueltas, vi unos ojos que desde el interior del templo contemplaban la escena. No reparé más que en el brillo ciego de una mirada incierta contemplando desde dentro el desaguisado de una mujer que se guarecía de la lluvia. Dejé de mirar un momento, luego supe que esos ojos seguían brillando, con imantado fuego. Él, extendió la mano, agitándola con gesto invitador, para que entrara. Lo hice, impulsada por algo inconcreto, que se podría llamar atracción de lo inevitable.
El tañido de campanas de la torre, nos sorprendió, muchas horas después. En esos momentos a mi cuerpo lo mojaba el sudor. La lluvia había parado hacia horas. Lo descubrimos al despedirnos en el atrio.
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